martes, 12 de marzo de 2013

Las mañanas del filósofo

Recobro la consciencia a eso de las seis. Abro los ojos sólo lo suficiente para comprobar que, en efecto, son más o menos las seis. Los vuelvo a cerrar y pienso. Dirijo mi mente a los problemas filosóficos que me ocupaban el día anterior. Es el único momento del día en que mi mente atiende sin rechistar a los encargos que le hago. Paso así más o menos una hora. Es la hora más productiva del día. Mi mente está vacía de otros asuntos y ve las cosas con una claridad que no suelo alcanzar más adelante. A menudo el resto del día no hago más que elaborar las ideas que he vislumbrado antes de levantarme.

A eso de las siete se levantan la mayor y el pequeño. Para entonces la mente ya se me ha llenado de pensamientos involuntarios que la entorpecen y me impiden seguir pensando con claridad: es hora de levantarse. En ese momento me vienen a la cabeza las tareas del día y me siento completamente incapaz de afrontarlas. Pero no me preocupo. Hay una cosa, y solo una, de la que sí me siento capaz: ducharme. Y sé por experiencia que una vez que me haya duchado ya estaré dispuesto a todo. A veces la siguiente prueba es afeitarme. Me afeito tres veces por semana: lunes, miércoles y viernes.

Alrededor de las siete y media ya estoy vestido, aseado y listo para enfrentarme al mundo exterior. Al bajar a desayunar despierto a la mediana y despego al pequeño del televisor para que venga a desayunar conmigo.

Para desayunar necesito cuatro cosas: una cuchara, un vaso, una taza y un cuenco. Tengo que tener la lista en la cabeza. Si no, acabo volviendo varias veces a la alacena. Con la cuchara lo primero que tengo que hacer es poner las hojas de té en la bola de rejilla que uso para este fin. Muchos días se me olvida, uso la cuchara antes para el yogur y tengo que sacar otra cuchara limpia para el té. Antes me enfadaba cuando me pasaba esto. Ahora me felicito cuando no me pasa. En el vaso echo zumo de naranja, en el cuenco pongo muesli, yogur y miel, y en la taza, cuando está listo, el té.

Desayuno pausadamente con el pequeño. Hablamos de fútbol y a veces de otras noticias. Recordamos momentos graciosos de programas de televisión. Intento darle ánimos las pocas mañanas que no los tiene. Las chicas van y vienen, participando en la conversación o no dependiendo de la prisa que tengan y de su estado de ánimo.

A las ocho se va la mayor, a las ocho y media la mediana y a las nueve menos cuarto el pequeño. Yo me quedo solo acabándome el té y el periódico, e intentando recordar qué va a pasar el resto del día. Así, poco más o menos, han sido todas las mañanas de mi vida hasta donde me alcanza la memoria.