viernes, 8 de octubre de 2010

La guerra y el honor


Antes para matar tenías que arriesgarte a que te mataran. Para darle un puñetazo a alguien te tenías que poner a tiro de los suyos, a no ser que fuera incapaz de darlos, pero atacar a alguien así siempre ha sido de cobardes. Este principio de reciprocidad lo ha ido erosionando la tecnología bélica, desde las lanzas, los arcos y flechas o las armaduras hasta las armas de fuego o los bombardeos aéreos, pero estos avances no eliminaban completamente el riesgo para el agresor, al menos mientras hubiera un mínimo equilibrio tecnológico entre ambos bandos. Sin embargo, en los recientes ataques aéreos con aviones sin tripulantes lanzados por Estados Unidos en Pakistán, los americanos han matado sin arriesgarse a que los mataran.

Los que pilotan estos aviones y disparan sus misiles (modelo Fuego Infernal) están instalados enfrente de una pantalla de ordenador en una base aérea a las afueras de Las Vegas. Parece que encuentran los mejores reclutas para este tipo de misiones entre los ases de los juegos de ordenador. Además de ser mucho menos arriesgadas, cabría esperar que estas matanzas a distancia fueran también menos ingratas para sus autores que las presenciales. Sin embargo parece que hay estudios que indican que las primeras dejan más lacras psicológicas que las segundas. La mente humana nunca dejará de darnos sorpresas, no todas desagradables.

No me resulta fácil criticar este modo de proceder. Un general que tiene la capacidad técnica de actuar así no estaría en su sano juicio si decidiera no utilizara, sobre todo contra un enemigo para el que todo parece valer. Y si no que le pregunten al soldado que tendría que arriesgar su vida si su general tomara esa decisión. Aún así, esta situación me produce un gran desasosiego. No puedo dejar de sentir que eso no está bien, y que cuando los agredidos se venguen nos lo habremos merecido. Entiendo que estos escrúpulos obedecen a un instinto irracional, pero lo mismo se puede decir de todos nuestros impulsos morales. Sin atender a nuestros instintos irracionales no vamos a ningún lado.

jueves, 7 de octubre de 2010

El Ulises de Joyce


Cada verano suelo proponerme leer una novela larga y difícil, de las que requieren concentración y constancia. Cuando estoy trabajando no tengo ni el tiempo ni la energía para leer cosas así. Este verano le ha tocado el turno al Ulises de James Joyce. El Ulises siempre aparece en las listas de ‘obras maestras de la literatura universal’ y es uno de los pocos libros con esa reputación que me quedaban por leer. Es una novela larga y difícil donde las haya: más de setecientas páginas de texto con otras doscientas cincuenta de notas explicativas del editor, en la edición que he leído yo.

El Ulises cuenta un día en la vida de Leopold Bloom, desde que se levanta y desayuna hasta que se acuesta, con episodios intercalados de otros personajes del entorno de Bloom. Es un día normal y corriente en la vida de una persona normal y corriente, pero el título nos dice que Bloom es Ulises, y las modestas peripecias de aquél por las calles de Dublín, hasta volver a casa por la noche, son las aventuras de éste en su regreso a Ítaca desde Troya. Aparte del título, el libro no contiene ninguna alusión directa a este paralelismo, aunque los críticos literarios parecen estar de acuerdo en que hay una correspondencia directa entre cada capítulo del Ulises y un episodio concreto de la Odisea.

El libro nunca abandona su objetivo narrativo: contarnos en un orden cronológico estricto lo que le sucede a Bloom ese día. Pero esta unidad narrativa se compagina con una extraordinaria variedad estilística. Cada capítulo presenta un enfoque formal completamente distinto, a cual más audaz y descabellado, en un alarde sin igual de técnica literaria. Uno de los capítulos, por poner un ejemplo, recapitula toda la historia de la literatura en inglés, imitando, sucesivamente, los estilos de distintos escritores, unos treinta en total, empezando por los historiadores romanos, los cronistas latinos medievales y un poeta anglosajón del siglo X, y terminando con Ruskin, Carlyle y el argot callejero. Estos narradores simulados van tomando la palabra uno tras otro para continuar el relato, distorsionando con sus voces dispares la situación y los personajes, pero sin romper la continuidad de la escena.

Estos juegos estilísticos no son ostentaciones gratuitas. Además de cumplir fielmente, cada uno a su manera, la misión narrativa que se les asigna, son exploraciones maravillosas de la relación entre el contenido y la forma, de la magia de que podamos representar el mundo con nuestras palabras, con manchas de tinta sobre hojas de papel. Tanto en este interés por la relación entre mensaje y medio, como en la representación a la vez heroica y ridícula de la existencia humana, el Ulises recuerda al Quijote.

No cabe duda de que el Ulises es un libro difícil. Hay partes muy divertidas y partes muy emotivas, pero también hay largos pasajes muy áridos, apenas comprensibles sin ayuda externa y con el nivel de atención que yo les puedo dedicar. Este verano, en la playa, cuando llevaba unas cien páginas me planteé seriamente abandonar. No le veía el sentido a continuar con una lectura que no estaba disfrutando. Al final decidí seguir, un poco por pundonor, por no tener que vivir con esa derrota, y un poco también por sentido del deber: alguien tiene que leer el Ulises, y si no lo leo yo, un filósofo que además sabe inglés, ¿quién lo va a leer?

Lo acabo de terminar, ya entrado el otoño. El último capítulo, famoso por su obscenidad (hasta Marilyn parece escandalizada), es además profundamente conmovedor. Es un monólogo interior de Molly, la mujer de Leopold, y por tanto nuestra Penélope: cuarenta páginas con un punto y aparte y un punto final como únicos signos de puntuación. Me alegro muchísimo de haberlo conseguido. Me siento afortunado de que Joyce lo escribiera y de que yo lo haya podido leer, de la comunicación de una mente a otra que se acaba de completar. Leopold Bloom es ahora parte de mi mundo. Pienso en él como pienso en mis amigos, familiares y conocidos. Esto me indica que el Ulises es de verdad una obra maestra. Sólo los grandes novelistas en sus mejores momentos consiguen instalar a sus personajes en la mente de sus lectores, y Joyce ha instalado a Bloom en la mía.