miércoles, 26 de noviembre de 2014

En busca del tiempo perdido

Entre 1978 y 1982 hice el bachillerato en el INB Jerónimo Zurita, mixto nº 2 de Zaragoza. Aparte de un par de encuentros fortuitos, no había visto a ninguno de mis compañeros del Zurita desde el último día de clase, hace treinta y dos años. Estaban, por supuesto, en la memoria, pero la distancia en el tiempo y en el espacio había ido debilitando la impresión de que se trataba de personas reales, y de que los años que vivimos juntos ocurrieron de verdad. Habían pasado a ocupar en mi mente el mismo lugar que los personajes de novelas. Dicen que el cerebro no distingue bien entre lo real y lo imaginado.

Así se habrían quedado las cosas de no ser por un par de compañeras emprendedoras y competentes, que hace unos meses, con ayuda de las redes sociales, fueron localizando a gente de nuestra promoción, con la idea de organizar un encuentro para celebrar que cumplimos cincuenta años. Localizaron a unas setenta personas, de los noventa o así que debíamos de ser. Formaron un grupo de Whatsapp al que nos apuntamos casi todos. En este grupo, desde el principio, hubo una actividad febril, con conversaciones constantes y entrecruzadas y más de MIL mensajes por día, desde primera hora de la mañana hasta ya entrada la noche. Algunos nos recordábamos perfectamente. Otros nos fuimos identificando gracias a fotos y anécdotas. En los mensajes de algunos se reconocía inmediatamente el carácter que tenían hace treinta y dos años. El sentido del humor de una compañera genial estaba perfectamente destilado en un comentario inolvidable sobre un personaje de serie de televisión: “Esa entre el pelo y la voz tiene un bofetón”.

Y el sábado llegó el gran día. Habíamos reservado una parte de un restaurante-sala de baile de Zaragoza para cenar y luego bailar hasta la madrugada. Íbamos a ser unos sesenta y cinco. Cuando iba andando hacia el local no las tenía todas conmigo. Temía que después del frenesí digital, al vernos en persona nos decepcionáramos y no nos encontráramos a gusto. Pero este miedo resultó carecer de todo fundamento. Desde las ocho de la tarde, cuando llegué al restaurante, hasta las siete de la mañana siguiente, cuando después de desayunar chocolate con churros por fin me fui a dormir, viví una verdadera noche de ensueño, rodeado, sin acabar de creérmelo, de los protagonistas de mi adolescencia o, mejor dicho, de los hombres y mujeres de mediana edad en los que el tiempo, como por arte de magia, ha convertido a aquellos chicos y chicas. Unos hemos cambiado más que otros. En la mayoría de los casos lo que permitía una identificación infalible eran los gestos y ademanes, idénticos a los que recordaba.

Llevo desde el sábado intentando entender qué nos pasó, por qué este reencuentro lo he sentido yo, y creo que otros, con el carácter y la intensidad de una experiencia mística. Creo que ya lo tengo. Llamaba la atención que tanto en las conversaciones en línea como en las de esa noche apenas se hablaba de trabajos, parejas, exparejas, hijos, hipotecas, éxitos o fracasos. Todo eso parecía de repente una costra accidental que el tiempo había acumulado sobre lo que somos realmente: los adolescentes optimistas de hace treinta y tantos años, con un abanico de posibilidades aparentemente ilimitado frente a nosotros, sin haber tomado todavía ninguna de las decisiones irreversibles que nos han llevado a donde estamos ahora.

No se puede volver atrás, ni tampoco creo que quisiéramos. Muchos estamos satisfechos con dónde hemos ido a parar, conscientes de que las cosas podían haber sido mucho peores. Sin embargo desprendernos por una noche del sedimento de los años y volvernos a encontrar con esa parte enterrada de nuestro ser ha sido una experiencia maravillosa, irrepetible, algo que sólo te puede pasar una vez en la vida, como muchas de las cosas que nos pasaron juntos en el Zurita.

Seguro que hasta cierto punto esto les pasa a todos los cincuentones que se reencuentran con sus compañeros de instituto, pero creo que en este caso había un factor especial. El Zurita estaba lleno de buena gente. Lo eran entonces y claramente lo siguen siendo, el tipo de gente que mejora el mundo con su presencia.

Mención especial merecen las chicas del Zurita, ahora señoras. En su encarnación adolescente han sido todos estos años mi arquetipo particular de la belleza femenina. Espero que no les importe. El sábado comprobé que todavía da gusto verlas y bailar con ellas, aunque esto sea ahora lo menos importante para estas doctoras, abogadas, científicas, maestras, ingenieras, empresarias y madres extraordinarias.

Hemos vivido estos treinta y dos años atesorando los recuerdos de aquella época. Para lo que nos quede tenemos además los de la noche del sábado.


lunes, 10 de noviembre de 2014

Intercambio artístico con las antípodas

Un foro de internet de pintores aficionados organiza cada año un intercambio de retratos. Si te apuntas te emparejan con otro artista para que os pintéis mutuamente, a partir de fotografías, claro está, pues el intercambio no tiene límites geográficos. Yo no frecuento este foro, pero vi un anuncio por casualidad y me apunté. Me tocó una pintora de Nueva Zelanda y ya nos hemos pintado. Yo le he hecho a ella uno de mis retratos a acuarela:


Ella me ha pintado a mí con acrílicos:


Yo pinté su retrato ayer. Pasé tres o cuatro horas examinando cada detalle del rostro de esta desconocida, que como resultado ya no lo es. Del retrato que me ha hecho ella me llama la atención un hecho curioso. Al posar para la foto que usó de modelo yo había hecho un esfuerzo consciente por aparentar desenfado. Sin embargo la pintora neozelandesa no se ha dejado engañar, y ha plasmado directamente la melancolía que yo pretendía ocultar. Creo que yo ya tampoco soy un desconocido para ella.

jueves, 6 de noviembre de 2014

Cómo escribo



Un pastor intentando meter en un redil a una oveja que se quiere escapar. Esa es la imagen que me viene a la mente cuando intento escribir.

La mayor parte de mi actividad intelectual no va enfocada a un producto concreto. Pienso, sopeso cosas, las comparo con otras que he visto antes, como cuando examinas una escultura o un edificio desde distintos ángulos o manipulas un objeto que has cogido del suelo intentando averiguar qué es. Paso días enteros así, semanas enteras… A veces me parece que he progresado algo. Otras veces no. Y muchas veces me doy cuenta de que lo que antes me había parecido progreso en realidad no lo es. Pero toda esta actividad no produce ningún fruto tangible. De vez en cuando escribo, porque parece que me ayuda, pero cosas que nunca leeré. Si no pusiera tinta en la pluma sería lo mismo.

Sin embargo, tarde o temprano este vagabundeo por paisajes mentales tiene que cristalizarse en algo concreto: un artículo, o un libro. De vez en cuando tengo que escribir. No escribo porque crea haber obtenido resultados que quiero comunicar. Me pongo a escribir cuando intuyo que mis divagaciones me han llevado a un punto que me permitirá decir algo de interés. Pero cuando me pongo no sé lo que voy a decir. No sé lo que va a pasar. Esta transición me pone nervioso. Siento que mi identidad se desdobla en el pastor que quiere que se escriba y la oveja que se resiste. La resistencia consiste principalmente en actividades sustitutorias: esta semana, sin ir más lejos, me he comprado en internet, después de una búsqueda exhaustiva, una chaqueta y un caso de ir en bici, un poco mejores que los que ya tenía, y ahora, después de un largo silencio, he vuelto a escribir para el blog. A lo mejor no hay mal que por bien no venga. Y aquí estamos, pero al final, de momento, siempre ha ganado el pastor.

No sé trabajar de otro modo. Si pudiera suprimir o reducir la fase exploratoria sería mucho más productivo, pero me parece que entonces no tendría nada que decir. Suprimir la fase productiva sería complicado, por motivos laborales, pero creo que aunque pudiera no querría. Siento la necesidad de sacar algo en claro, de poder decir ‘ahí queda eso’, aunque lo que quede no sea gran cosa.