jueves, 17 de septiembre de 2009

Reflexiones sobre la cuestión catalana


Últimamente paso más tiempo en Cataluña que en otras partes de España, y cuando estoy en otras partes de España a menudo acabo discutiendo sobre la cuestión catalana, defendiendo el punto de vista catalanista. No soy catalán pero me gusta Cataluña y el anticatalanismo me irrita más que el catalanismo. ¿Qué pienso de todo esto?

Vayamos directamente al centro de la cuestión: la afirmación “Cataluña no es España” de las pancartas del Nou Camp, que debo reconocer me producen cierta repugnancia, sobre todo cuando están en inglés. Esta afirmación se puede interpretar o bien como un intento de representar la realidad o como una expresión de un sentimiento subjetivo. Consideremos cada opción por separado.

Como intento de representar la realidad, la afirmación concierne a la realidad cultural, a la manera correcta de describir las relaciones entre la cultura catalana y la cultura española. Aquí cabe distinguir tres posibilidades:
  • La primera es que haya una colección de características culturales comunes en todos los territorios del estado español, incluida Cataluña, suficientemente importantes como para considerarlos englobados en una unidad cultural distinta de las unidades culturales circundantes. Si esto es así, Cataluña es España.

  • La segunda es que haya una colección de características culturales comunes en casi todos los territorios del estado español, pero no en Cataluña, suficientemente importantes como para considerarlos englobados en una unidad cultural distinta de las unidades culturales circundantes. Si esto es así Cataluña no es España.

  • La tercera es que no haya una colección de características culturales comunes en todos o casi todos los territorios del estado español suficientemente importantes como para considerarlos englobados en una unidad cultural distinta de las unidades culturales circundantes. Si esto es así, España no existe.
Yo no soy antropólogo, pero mi impresión personal es que la segunda opción es la que menos se acerca a la realidad y la primera la que más, aunque de esto último no estoy tan seguro. Es decir, creo que Cataluña es España, o bien, con más precaución, que si España existe Cataluña es España.

No cabe duda de que Cataluña es bastante distinta del resto de España, y en general, diría yo, un poco mejor. Sin embargo estas diferencias, siendo reales e importantes, resultan insignificantes cuando las comparamos con las diferencias culturales entre España, incluida Cataluña, y otras partes de Europa, o con las similitudes culturales entre Cataluña y el resto de España. No voy a intentar defender esta afirmación. Mi objetivo no es convencer a nadie, sino simplemente expresar mi punto de vista, surgido de mi experiencia de vivir tanto tiempo fuera de España. Estas cosas se ven mejor desde lejos.

Con esto no quiero decir que España, y por tanto Cataluña, no sea Europa, en el sentido cultural que estoy usando. Creo que hay una colección de características culturales comunes en los distintos países de Europa, incluida España, suficientemente importantes como para considerarlos parte de una unidad cultural distinta de las unidades culturales circundantes. Europa existe y España, si existe, es Europa. Esto se veía muy claro desde los Estados Unidos.

Consideremos ahora la afirmación como expresión de un sentimiento. Aquí no cabe hablar de verdad o falsedad, aunque los sentimientos se pueden evaluar con otros criterios.

Sobre este punto tengo que decir que el sentimiento que expresan los autores de las pancartas me parece perfectamente comprensible. Estoy seguro de que sentirte catalán tiene que ser mucho más atractivo que sentirte español. Desde el punto de vista de la imagen de marca, Cataluña le da cien vueltas a España. No hace falta ser catalán para sucumbir a la impresión de que Cataluña se merece todos sus éxitos y ninguno de sus fracasos, mientras España se merece todos sus fracasos y ninguno de sus éxitos. Lo digo sin ironía. No puedo ser el único español que desconfía de los que se enorgullecen de serlo, y siente un poco de envidia hacia los catalanes por poder decir que no lo son.

Por otro lado, todavía al nivel de los sentimientos, hay uno que tengo yo que se podría expresar diciendo que Cataluña es España. No me refiero a la tradicional afirmación de soberanía, por encima, si hace falta, de los deseos de los catalanes. Es simplemente que en la medida en que me siento vinculado a una idea de España, esta idea incluye a Cataluña de manera esencial. Una España sin Cataluña estaría tan lejos o más de ser mi país como una España sin Andalucía o sin Asturias, por ejemplo.

En resumidas cuentas, la afirmación de las pancartas me parece falsa, pero me doy cuenta de que la verdad, sobre todo en estas cuestiones, es un interés opcional y minoritario, y desde el punto de vista de los sentimientos que expresa esta afirmación me parece perfectamente comprensible que un catalán la suscriba. Desgraciadamente, si llega a imponerse ese punto de vista me quedo sin país, pero eso, claro está, es problema mío, no de ellos.

lunes, 14 de septiembre de 2009

De Plymouth a Portsmouth


Todos los años uno de los barcos de mi club de vela de crucero pasa el verano en zonas de navegación alejadas de su puerto de base, y los socios se turnan para usarlo igual que cuando está en casa. Entre los destinos recientes están las rías bajas, Bretaña, Irlanda y el Báltico. Este verano Spellbinder ha estado en Cornualles, y este fin de semana lo he traído de vuelta a casa con unos amigos, desde Plymouth hasta Portsmouth, unas 130 millas náuticas, 26 horas, sin parar.

Las condiciones meteorológicas ofrecían una de cal y otra de arena. La de cal era buena visibilidad, cielos despejados y viento moderado. La de arena era que el viento venía de donde nosotros queríamos ir. En otras circunstancias hubiéramos ido a vela haciendo bordos, pero entonces en vez de un fin de semana hubiéramos tardado una semana, así que hemos ido casi todo el trayecto a motor.

Al poco de salir, en Start Point, nos encontramos con un mar sorprendentemente agitado, con olas altísimas e irregulares, que dejó temporalmente incapacitados a dos de mis cuatro tripulantes. Con estos dos dedicados exclusivamente a vomitar y a desear que la muerte los sacara cuanto antes de su miseria, las guardias por la noche las tuvimos que hacer entre los tres que quedábamos en pie. La noche, por lo tanto, fue más dura de lo previsto, pero los otros dos, Bill y Peter, son mis compañeros de fatigas náuticas más antiguos y fiables. Nos hemos visto en otras peores.

Al llegar a Portsmouth tuvimos un incidente interesante. La driza de la vela mayor se había atascado y no conseguíamos arriar la vela. Entrar en el puerto deportivo con la vela izada, con el viento que hacía, hubiera sido problemático: había que hacer algo. Nos amarramos a una boya que encontramos y allí me izaron hasta lo alto del mástil en una guindola para desconectar la vela de la driza y poderla bajar. Así pasé un buen rato, balanceándome a unos diecisiete metros sobre el nivel del mar, peleándome con el grillete, disfrutando de las vistas a mi alrededor e intentando no mirar hacia abajo. El grillete se resistía, pero tras una buena rociada de tres en uno se rindió y la vela cayó: problema solucionado.

Siempre que sales a navegar estás expuesto a que te toque hacer cosas que en condiciones normales no te atreverías a hacer. Para los marineros de pacotilla como yo, subir al mástil suele ser una de ellas. Pero para mí ya no. Ya lo he hecho. Ya sé que puedo hacerlo.

Desde pequeño he sido un cobarde, pero según me voy haciendo mayor cada vez lo soy menos. Se podría argumentar que esta es la manera racional de dosificar el valor a lo largo de la vida, pues cuanto más viejo eres perder la vida es perder menos, del mismo modo que si te sales del cine con la película a punto de acabar te pierdes menos que si te sales con la película recién empezada. Por otro lado, si te gusta la película, cuanto más has visto más rabia te da perderte lo demás. De todos modos en mi caso este desarrollo no obedece a un cálculo racional. Simplemente he notado que me pasa, como las canas o las arrugas.

Si tienes Google Earth, pinchando en la foto puedes ver nuestra ruta en detalle, excepto en el centro del Solent, donde mi GPS perdió la señal.

martes, 8 de septiembre de 2009

Los abrazos rotos


El domingo fuimos a ver Los abrazos rotos. He visto todas o casi todas las películas de Almodóvar y esta es la peor con diferencia. No es una cuestión de grado. Todas las demás son buenas. Las mejores son obras maestras, pero hasta las menos buenas tienen algo valioso que ofrecer. Esta no. Es una mala película, la primera mala película de Almodóvar.

Me resulta difícil identificar el problema. El guión no tiene ni pies ni cabeza, pero hay películas buenas de Almodóvar en que el guión tampoco tiene pies ni cabeza. La interpretación de los actores principales, sobre todo la de Lluís Homar, es artificiosa y acartonada, pero en otras películas de Almodóvar esta manera de actuar contribuye a un estilo narrativo que funciona. Es como si un director con oficio pero sin talento se hubiera propuesto hacer una película al estilo de las de Almodóvar, y hubiera reproducido de manera convincente todas las características superficiales de su cine pero se le hubiera escapado lo esencial.

Lucir la belleza de Penélope Cruz es un objetivo loable, y en Volver Almodóvar lo consigue a la perfección. En Los abrazos rotos el mismo ejercicio resulta enojoso. A veces la película parece una exhibición de maquillaje y peluquería.

Cómo ha llegado Almodóvar a hacer una película tan mala me parece un misterio, hasta el punto de que se me han empezado a ocurrir hipótesis descabelladas, como por ejemplo que nos haya querido presentar deliberadamente el resultado de someter una buena película al tratamiento que le hace Martel a la de Mateo, o que la afirmación de Mateo justo al final se refiere no tanto a su película como a la que acabas de ver, a modo de disculpa. De todos modos, en justicia, el verdadero misterio es cómo ha conseguido Almodóvar hacer dieciséis buenas películas sin tropezar hasta ahora, así que por esta vez no se lo voy a tener en cuenta.

La vimos en el Phoenix, un cine independiente en East Finchley que lleva funcionando ininterrumpidamente desde que abrió en 1910. Es un cine de barrio con una sala preciosa y películas de calidad. En el vestíbulo, además de palomitas, venden vizcochos caseros y botellas de vino. Está a media hora andando de casa. Me encanta ir.

jueves, 3 de septiembre de 2009

Veraneo en Cambrils

Pino Redondo, Cambrils
Hace diez años que veraneamos en Cambrils. También vamos a otros sitios, pero siempre pasamos un par de semanas en Cambrils. El honor de nuestra visita anual se lo debe Cambrils a mi madre, que se compró dos apartamentos allí con la herencia de sus padres. Si no fuera mi madre no sé si iríamos nosotros.

Cuando vamos siempre se pasan por allí bastantes familiares: mi hermano y su familia, tíos, primos y sobrinos segundos. Estas aglomeraciones no son mi medio natural. En cada sobremesa se habla lo que yo suelo hablar en un mes. Sin embargo reconozco que son beneficiosas. Nos impiden olvidar que al fin y al cabo somos quien somos.

Los apartamentos de mi madre están en la zona de Cambrils Bahía, que es, para mi gusto, lo mejor de Cambrils. Es una zona de chalets y pequeños edificios de apartamentos, muchos construidos en los años 70, cuando el turismo le arrebató estos terrenos a la agricultura. Muchos de los edificios de apartamentos tienen una estructura similar: dos plantas, con tres apartamentos en la planta baja y dos en la primera, cada uno con un trozo de patio. Los apartamentos de mi madre están en edificios de este tipo. Además de edificios, en Cambrils Bahía hay árboles: pinos, palmeras y moreras crecen por todas partes. Algunos pinos son enormes. A su lado los edificios parecen insignificantes.

Los veraneantes de Cambrils vienen en su mayoría de la cuenca hidrográfica del Ebro y zonas limítrofes: aragoneses, riojanos, navarros, vascos, catalanes de Lérida y el interior de Tarragona, andorranos y algunos franceses. Del norte de Europa apenas viene nadie. En la calle se oye más vasco que inglés o alemán. El ambiente en la playa es relajado y natural. Nadie intenta aparentar nada, ni riqueza, ni sofisticación, ni forma física. Hay más gente leyendo el Alto Aragón, el Segre, La Rioja o el Diario de Navarra que El País o La Vanguardia. No son raras las viseras con propaganda de semillas, abonos, piensos compuestos o tractores.

A mí antes me encantaba ir a la playa, freírme al sol rebozado en arena y zambullirme en el agua casi al borde de la insolación. Ahora no me gusta nada. Los últimos años me entretenía navegando con un barquito de vela ligera que tenía en la playa, pero el año pasado me deshice de él. Nadar en el mar todavía me gusta, pero con la de medusas que hay últimamente apetece menos. Este año he pasado el tiempo haciendo bocetos de gente tomando el sol, aunque resultaba sorprendentemente difícil encontrar a alguien que se estuviera quieto un par de minutos.

Afortunadamente Cambrils tiene otros alicientes. Uno es podernos desplazar en bicicleta con comodidad, gracias a la extensa red de carriles bici. Otro son los restaurantes. Además de los de batalla, hay algunos muy buenos, todos basados en la cocina marinera, en interpretaciones más o menos literales. El mejor es Can Bosch seguido de cerca por Joan Gatell.

A pesar de la invasión turística, Cambrils ha conseguido conservar parte de su carácter original de población agrícola y pescadora. Los barcos de pesca salen a diario, y traen cigalas insuperables. Hacia el interior se extiende una llanura muy fértil, con olivos, almendros, frutales y huertas, que asciende suavemente hacia la sierra de L’Argentera. Los mejores momentos de este verano han sido un par de excursiones en bicicleta por los caminos que atraviesan estos campos. Desde allí, el bullicio de la playa parece un espejismo, y parece bien que sea así.