martes, 20 de abril de 2010

El padre de mis hijos


El viernes fui a ver Le père de mes enfants, una película de Mia Hansen-Løve. Está basada en la historia real de un productor de cine de autor que ante la inevitable quiebra de su productora se suicida. Antes del suicidio, la película nos muestra la vida del productor. Es un hombre inteligente, afable y sofisticado, aparentemente feliz, con un trabajo envidiable y una familia maravillosa. Después del suicidio presenciamos los esfuerzos de la viuda por salvar la productora y los primeros pasos independientes por la vida de la hija mayor. No me parece que la madre tenga en la película el protagonismo que el ftítulo le otroga.

Es, por encima de todo, una película preciosa, llena de imágenes bellas de la ciudad, de los alrededores de la casa de campo donde la familia pasa los fines de semana o de sus últimas vacaciones en Italia. Hansen-Løve parce encontrar belleza mire donde mire, y tiene la generosidad y la destreza técnica para compartirla con nosotros.

Hansen-Løve parece haberse propuesto tomar el punto de vista de un observador ingenuo, que no entiende o renuncia a reconocer los significados convencionales de los episodios de una vida humana. El suicidio del productor es un acontecimiento más, algo que ocurre un día. No es incomprensible, pero tampoco es el resultado inevitable de una situación desesperada. En su vida había cosas malas, pero también muchas cosas muy buenas. En general, Hansen-Løve no intenta imponer una lógica al desarrollo de la acción. Nos muestra una serie de episodios de un manojo de vidas, sin animarnos a pensar que esconden un sentido profundo. El único mensaje parece ser que hay cosas buenas en el aquí y ahora, y que siempre las habrá, a pesar de todo. Con la hija mayor vemos que la vida sigue y se renueva sin menoscabo, a pesar del padre muerto.

viernes, 16 de abril de 2010

Un concierto especial


Anoche fui a un concierto de la Philharmonia en el Royal Festival Hall. Tocaron una obertura de Rimsky-Korsakoff, el segundo concierto para piano de Shostakovich y La Consagración de la Primavera, dirigidos por Tugan Sokhiev.

En lo que va de año he ido a un par de buenos conciertos que no he mencionado aquí. En Febrero vi en el Barbican a la London Symphony Orchestra, dirigida por Valery Gergiev, tocando la Música para Cuerdas, Percusión y Celesta de Bartók, y el segundo concierto para trompa y Ein Heldenleben, de Strauss. En Marzo vi en el Royal Festival Hall a la Philharmonia, dirigida por Fabio Luisi, sustituyendo a Christoph von Dohnányi, que estaba enfermo, tocando una cosa de Mozart y la novena sinfonía de Schubert.

Tres conciertos excelentes, a cual mejor. Sin embargo el de anoche era especial porque a los otros dos fui solo, como de costumbre, pero anoche me acompañó, por primera vez, mi hija mayor. Hemos estados los dos solos en Londres las dos últimas semanas, con el resto de la familia en Madrid, yo intentando trabajar, y ella entregada a sus caballos. Ha sido una situación inesperada, pues ella tenía planeadas unas vacaciones con la familia de una amiga que se cancelaron en el último momento.

He tardado en reaccionar a este cambio de planes. Me he dado cuenta tarde de que podía aprovechar para hacer cosas con ella que no podemos hacer todos juntos, y cuando por fin he empezado a intentarlo mis planes mal urdidos se han encontrado con su natural desinterés. Al final, un poco por compasión, accedió a venir conmigo al concierto, para el que yo tenía una entrada desde hacía tiempo.

Creo que le gustó. A mí desde luego me encantó. La Consagración de la Primavera es una obra extraordinaria. Anoche escuchándola no dejaba de preguntarme cómo se le ocurriría a Stravinsky que se podían hacer cosas así con una orquesta. Mi hija no mostró más entusiasmo del estrictamente requerido por la buena educación, pero cuando volvimos se encerró en su cuarto para mandar mensajes de texto a sus amigos y al rato sacó la cabeza un momento para preguntarme cómo se llamaba la obra esa de la primavera.

Empiezo a sentir que se me acaba el tiempo para introducirla a las cosas que valoro, pues como es natural cada vez me presta menos atención. De momento puedo decir que yo la he llevado a oír por primera vez en su vida La Consagración de la Primavera. A lo mejor un día se acuerda.

martes, 13 de abril de 2010

Historia de la música I: La música de mis padres

En mi familia no había ninguna tradición musical. Mi abuelo de vez en cuando cantaba un tango con mucho sentimiento en la sobremesa, pero eso era todo. En casa no hubo ningún aparato para escuchar música hasta que mi tío Arturo, que estaba trabajando en Andorra, un día nos trajo de allí, en vez de queso de los Pirineos, un radio-cassette portátil, siendo yo ya adolescente.

Empecé a oír música en el coche, en los interminables viajes familiares de fin de semana de Zaragoza a Madrid o a Soria, o en las salidas domingueras a parajes horrendos de los alrededores de Zaragoza. Mi padre mantenía en su Seat 131 una enorme colección de cintas, compradas en su mayoría en restaurantes de carretera.

A mi padre le gustaba la música ligera, con letras de temas sentimentales y preferentemente tono latinoamericano: boleros, rancheras y cosas así. Entre sus preferidos estaban Julio Iglesias, Raffaella Carrá y Rocío Dúrcal. Seguro que se me olvida alguno, pero está bien así. Los que vivisteis esa época os haréis una idea. El gusto de mi madre era similar, aunque ella prefería canciones de un tono un poco más serio, como las de Mari Trini, que a mi padre también le encantaba, y María Dolores Pradera.

Yo creo que a mí nunca me gustó nada de esto, pero a lo mejor la evolución posterior de mis gustos me distorsiona el recuerdo. Desde luego, a partir de los doce años o así, cuando me uní precozmente a la rebelión juvenil, esta música empezó a producirme un desprecio profundo y duradero.

De todos modos, no cabe duda de que algunas de estas canciones pasaron a formar parte de mí. Todavía me sé de memoria muchas canciones de Mari Trini o María Dolores Pradera, y a veces, cuando todo está en silencio, suenan en mi cabeza sin saber por qué. Por mucho que las despreciara, ahí estaban.

El otro día estuve escuchando en YouTube algunas de estas canciones. Muchas de ellas era la primera vez que las oía fuera de mi cabeza desde que dejé de acompañar a mis padres en sus salidas domingueras, hace más de treinta años. Tenía curiosidad por comprobar qué efecto me producían. Quiero mencionar dos sorpresas agradables.

La primera es una canción que nunca he dejado de saberme de memoria, aunque se me había olvidado quién la cantaba. Es “Enhorabuena”, de Ana María Drack. Me ha encantado oírla. La volveré a oír. Esto en realidad no cuenta como una verdadera claudicación, pues Ana María Drack estaba un poco en la frontera de lo que les gustaba a mis padres y el mundo de los cantautores que sí reconozco como una fase en la evolución de mi propio gusto musical.

La segunda sorpresa ya es más difícil evitar describirla como un reconocimiento de que al final mis padres tenían razón. Para bien o para mal, el paso de los años ha eliminado los prejuicios estilísticos que impedían que las canciones de María Dolores Pradera tuvieran sobre mí el efecto que buscan. Ahí están, tal y como los recordaba, todos los detalles que me repugnaban: el exagerado sentimentalismo, los contrapuntos ridículos del requinto, el inauténtico sabor latinoamericano y el aire de gran señora. Sin embargo, a pesar de todo, tengo que confesar que después de treinta años despreciándolas, las canciones de María Dolores Pradera han conseguido conmoverme. Su voz profunda, íntima y relajada y su dicción clara, directa y decidida tienen un efecto delicadamente estremecedor.

Ahora sí que de verdad está claro que he dejado de ser joven.

martes, 6 de abril de 2010

Primera travesía familiar en el Scallywag: V. Cuarta y última singladura. Lunes de Pascua.


A la mañana siguiente mi tripulación parecía tener suficiente ánimo para reírse de sus penurias. Al final lo que más les importaba no era el viento, las olas, el frío o la lluvia, sino que después de pasar todo el invierno preparando al Scallywag para la temporada se me había olvidado lo más importante: limpiarlo por dentro. A mí no me parecía que estuviera mal, pero a Inma, Clara y Alicia les daba asco cada vez que su piel entraba en contacto con cualquier superficie del barco.


De Bradwell a Tollesbury no hay más de una hora. Pasamos el día en Bradwell esperando a que la pleamar de la tarde nos permitiera entrar en Tollesbury. Dimos un paseo muy agradable por la playa, pero a mí me amargó un poco la mañana la ansiedad que nos entra a algunos cuando tenemos demasiado tiempo para pensar las cosas. Me agobiaba sobre todo salir del amarre con unos veinticinco nudos de viento de popa, esta vez sin la posibilidad de repetir la treta que había usado en Tollesbury tres días antes. Visualizaba la maniobra una y otra vez y me iba poniendo más nervioso. Como suele suceder, toda la preocupación fue por nada. Justo antes de salir yo, salió el del amarre de enfrente, así que pude recular a su espacio y salir sin problemas.


Al salir, el mar estaba muy agitado, pero no era mucho rato y la tripulación ya estaba más curtida. Cuando llegamos a la entrada del canal de acceso a Tollesbury, la marea todavía no había subido lo suficiente para entrar. Entre el viento y la presión atmosférica, acabó subiendo sesenta centímetros menos de lo previsto en las tablas. Hay unas boyas donde te puedes amarrar para esperar. Les expliqué a Clara y a Inma la maniobra con detalle, y las mandé a la proa con el bichero. Siguieron mis instrucciones escrupulosamente hasta que llegaron a un obstáculo insalvable: cuando vieron que el bichero sacaba un cabo cubierto de algas babosas y malolientes, a las dos les daba demasiado asco tocarlo. Menos mal que me dio tiempo a llegar a cogerlo yo. Allí nos organizamos las defensas y los cabos y cuando el poste que indica el calado para entrar a la marina marcaba algo más de cinco pies entramos y atracamos sin incidentes.

La travesía no ha sido un éxito rotundo, pero tampoco ha sido un fracaso total. A lo mejor hubiera sido mejor no hacerla, pero dado que la hemos hecho, en las condiciones que nos tocaron, no podría haber ido mucho mejor. Para mí personalmente ha sido sensacional y me parece que los demás han visto, además de lo malo, un poco de lo bueno del plan que les estoy proponiendo.

Primera travesía familiar en el Scallywag: IV. Tercera singladura. Domingo de Resurrección


El día siguiente lo pasamos dando paseos por Heybridge, pues no había suficiente agua para salir del canal hasta la tarde. Llamé por teléfono al anterior dueño del Scallywag, que vive en Maldon, para ver si tenía alguna idea de qué le podía pasar a la calefacción. Vino a Heybridge a echar un vistazo. Aunque no sacamos nada en claro me alegró verlo. Dijo que me ayudaría a reparar la antena de la radio.

Al salir había un viento perfecto. Me daba miedo aproarme para izar la mayor, pues temía salirme del canal y encallar otra vez, pero al ver que otros lo hacían me animé. Con Clara a cargo del timón y de la sonda me fui al mástil y la izamos en un momento. Hicimos todo el trayecto a vela. Primero de empopada, y luego de través, en una de esas regatas informales que surgen siempre que hay dos o más barcos navegando en la misma dirección. Íbamos más rápido que casi todos, a pesar de llevar un rizo innecesario en la mayor.


Nuestro destino ese día era Bradwell, una marina en la orilla sur del estuario, casi enfrente de Tollesbury. La entrada es de las de examen, con un poste de babor que hay que dejar a estribor, un canal en curva con boyas a babor y withies a estribor, seguido de una enfilación con dos postes en la costa, e inmediatamente un giro a estribor de noventa grados para seguir una línea de boyas de amarre hasta la bocana del puerto. El atraque ese día lo hice un poco mal, pues después del laberinto de la entrada me despisté un poco y no tuve en cuenta el efecto del fuerte viento de través sobre mi trayectoria. Afortunadamente había una cuadrilla de socios del club esperándome en el pantalán para rectificar mi error.


Esa tarde hubo otra fiesta en el Moonshine. Esta vez sí vino Inma. Luego fuimos a cenar al Green Man, un pub a cinco minutos de la marina. Es un pub de leyenda, con una energía y buen humor palpables, de los que ya no quedan. Desgraciadamente, como en todos los pubs buenos, no dejan entrar a niños, pero tienen una sala, como de cuarentena, para familias. La cocina ya había cerrado, pero nos hicieron unos platos de huevos, jamón de york y patatas fritas. Tengo que volver sin niños.

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Primera travesía familiar en el Scallywag: III. Segunda singladura. Sábado de Gloria

A la mañana siguiente nos levantamos todos con la moral muy baja. Alicia estaba indignada por lo que le había hecho pasar el día anterior, y aterrada por lo que todavía le quedara por padecer, por no hablar de todas las actividades sociales que se estaba perdiendo en Londres. Los demás tenían actitudes menos hostiles, pero desde luego nadie estaba deseando continuar. Escuché el parte meteorológico, y no parecía que la cosa fuera a mejorar. Sin embargo, había un par de factores prometedores. Para empezar, esta vez íbamos a navegar con el viento y la marea en la misma dirección, que siempre produce mares más calmados. Además, gran parte de la travesía sería en las aguas más resguardadas del estuario.

Estuve a punto de anunciar que nos volvíamos a Tollesbury. Estaba convencido de que era la decisión equivocada, de que mi campaña para atraer a mi familia a mi proyecto náutico no se recuperaría fácilmente de esa derrota. Sin embargo era de verdad lo que me apetecía: abandonar, vender el barco, sacarme de una vez la idea de la cabeza. Al final no dije nada y me fui otra vez a tierra a comprar gasoil. Con el aire fresco me tranquilicé y me decidí a seguir. La tripulación lo aceptó.

Salir fue fácil. Me habían puesto justo al final del pantalán, mirando río arriba. Ahora la marea estaba subiendo. Andy, otro socio, me dio una idea excelente que funcionó a la perfección: soltar la amarra de popa y dejar que la corriente me diera la vuelta al barco. Luego, ya apuntando hacia la salida, no tenía más que soltar la amarra de proa y echar a andar.


Como me esperaba, las condiciones ese día fueron mucho más benignas, así que pudimos sacar las velas y apagar el motor. Fuimos así, disfrutando, un buen rato. Luego nos alcanzó un fuerte chubasco de lluvia y viento, así que enrollamos el foque y encendimos el motor. Cuando se pasó seguimos así, pues el canal ya se estrechaba y el pilotaje requería mis cinco sentidos.

Nuestro destino ese día era Heybridge Basin. El estuario del Blackwater llega hasta Maldon, famosa por su sal. A Maldon es difícil llegar con un velero. Se puede subir con la marea, pero nada más llegar te tienes que volver, pues no hay donde quedarse a flote con marea baja. Pero un poco antes de Maldon está Heybridge Basin. Es el punto en el que un canal construido en el siglo XVIII que empieza tierra adentro se comunica con el mar. Se entra por una esclusa, a la que sólo se puede acceder justo antes de la pleamar. Solo da tiempo a usar la esclusa un par de veces antes de que empiece a bajar la marea y deje de haber suficiente agua para alcanzarla.


Cuando llegamos, la marea todavía no había subido lo suficiente, así que estuvimos dando vueltas esperando a que cambiara el semáforo. Rob, el patrón del Polo IV, me explicó la entrada por la radio. Se accede a la esclusa siguiendo una línea curva de ramitas de árbol clavadas en el fondo, que has de dejar a babor. Es una técnica muy común por aquí para marcar los canales de acceso. En inglés se les llama withies. No sé cómo se dice en español.


Cuando se puso verde el semáforo me uní a la cola para entrar en la esclusa. Sabía que tenía que seguir la línea de whities. Lo que no sabía es que tuviera que estar tan cerca de ellos. Me alejé un poco y encallé. Salí sin problemas, y contento de haber pasado sin mayores consecuencias por este trance tan común en la costa este.

En esta foto de la entrada a la esclusa con marea baja podéis ver por qué hay que ir tan cerca de los withies.


Y aquí tenéis un primer plano del surco que dejé con la orza, mi primera contribución artística al paisaje de esta costa.


La esclusa es un espectáculo para los lugareños y los turistas, que se arremolinan para presenciar la operación. Una vez dentro, el encargado, un señor simpatiquísimo, da a cada barco instrucciones precisas sobre donde amarrar. Nosotros, con otros tres barcos del club, estábamos abarloados a Gladys, una barcaza del Támesis, que es un tipo de velero tradicional que en el siglo XIX se usaba para ir desde estos puertos a Londres con cargamentos de paja para los caballos y volver con cargamentos de estiércol de los caballos para abonar la tierra y continuar el ciclo. Estaban diseñadas para ser tripuladas por un hombre y un chaval. Son espectaculares. En Maldon hay muchas. Damián pasó mucho tiempo jugando en la cubierta de Gladys.


Esa tarde el ambiente en el Scallywag era algo más distendido. El día, después del chubasco, no había sido desagradable, y al llegar hacía un resol muy rico. Las niñas se habían hecho amigas de dos hermanas de otro barco del club, que además tenían un perro. También creo que experimentaron por primera vez la satisfacción de haber completado una singladura con éxito.

Cenamos todos juntos en un pub que hay a la orilla del canal. Éramos unos cuarenta, entre los que íbamos en la flotilla y los que vinieron a la cena por carretera. La comida no era buena, pero en este país, fuera de Londres, ya se sabe. La compañía, por el contrario, excelente. Gente acogedora, interesante y sencilla.

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Primera travesía familiar en el Scallywag: II. Primera singladura. Viernes Santo


El Scallywag está amarrado en la marina de Tollesbury. Como he explicado en otra ocasión, en Tollesbury sólo se puede entrar o salir aproximadamente una hora antes o después de la pleamar. Si no, no hay suficiente profundidad en el canal de acceso, que en cada bajamar se seca completamente.

Esta es la entrada a la marina con marea alta.


Y aquí podéis ver el aspecto que ofrece con marea baja.


Ese día la pleamar era a las tres de la tarde. Como era una marea muy viva, se podía salir desde las dos. Hubiera sido mejor dormir en el barco y prepararnos por la mañana con tranquilidad, pero la noche anterior salimos Inma y yo, así que llegamos al barco el mediodía del viernes un tanto apresurados. El tiempo no era bueno, con lluvia intermitente y frío. Además el viento era bastante fuerte, sin bajar de los veinte nudos, y racheado.

Hasta unos minutos antes de salir estuve considerando si debía abandonar. Las condiciones estaban un poco al límite de lo agradable y no quería asustar a nadie. Por otro lado, por aquí, si sólo sales cuando las condiciones son perfectas no sales nunca, y la singladura no era complicada.

Lo más difícil era salir de mi amarre. Las maniobras a motor en un velero con viento fuerte no presentan mayor complicación siempre que puedas mantener la popa hacia el viento. Lo difícil es girar la proa hacia el viento. Hay técnicas para hacerlo con ayuda de cabos, pero requieren una tripulación más experta que la que tenía yo en esta ocasión. El viento me venía por la popa, así que no hubiera sido fácil girar para encarar la bocana, pero se me ocurrió que podía salir en marcha atrás hasta rebasar la bocana, y coger suficiente inercia para enfilarla ya hacia adelante. Cuando vi cómo solucionar este problema me decidía a salir.


Ese día íbamos a Brightlingsea. Sólo son unas dos horas de camino, pero fue bastante desagradable. La entrada a Brightlingsea está ya fuera del estuario, y con el fuerte viento soplando en dirección opuesta a la marea viva, el mar estaba muy revuelto. Clara estaba a mi lado en la bañera, pero muerta de frío. Alicia estaba tumbada en el camarote de proa y se mareó un poco, pero luego, a pesar de ir dando botes, consiguió dormirse. Inma intentaba ayudar, pero se mareó mucho. Damián impasible, tumbado leyendo Harry Potter, como si nada.

Tanto la salida de Tollesbury como la entrada a Brightlingsea son complicadas. Son canales estrechos y tortuosos, invisibles con marea alta. Si te sales, encallas. El paisaje es muy llano y sin muchos puntos de referencia con los que orientarte. Con el plotter no es muy difícil, pero siempre te queda el miedo de que no estés donde crees que estás. Fuimos a motor, pues entre el pilotaje y el timón, y con la tripulación diezmada, no podía plantearme sacar las velas.

A pesar de todo llegamos a Brightlingsea sin contratiempos. Brightlingsea es un puerto pequeño y remoto, de mucha tradición marinera. Desde hace poco tiene una marina que es parte de un complejo residencial con más pretensiones que gracia. Pero cuando se va a Brightlingsea no se suele ir a la marina, sino a un par de pantalanes flotantes públicos que hay en el centro del río, sin conexión a tierra firme. Cuando llegas, el capitán del puerto te está esperando en su lancha y te lleva adonde quiere que te coloques.


Atracamos sin problemas, con la ayuda de otros socios del club que nos estaban esperando. Inma, Clara y Alicia estaban destrozadas, ateridas de frío y desmoralizadas. Desgraciadamente la calefacción del barco eligió ese momento para dejar de funcionar, así que las tres se metieron a sus sacos de dormir para hibernar y conservar en lo posible las funciones vitales. Damián, por el contrario, estaba tan contento.

Paul, un socio del club, vino a invitarnos a una fiesta en su barco, el Moonshine, un Maxi 1100 precioso que se acaba de comprar. Inma, Clara y Alicia ni se enteraron, así que fuimos Damián y yo. Muy buen ambiente. Gente excelente, todos preocupados por lo que pudiera pensar mi familia de la travesía. Uno me dijo que en los veinte años que llevaba en Tollesbury nunca se había encontrado con condiciones tan duras. Damián lo pasó en grande. No tiene costumbre de estar así, sintiéndose parte de un grupo de adultos de juerga, y eso cuando eres niño siempre te gusta.

Cuando Damián y yo dejamos la fiesta al anochecer, el resto de la tripulación seguía sin dar señales de vida, así que nos fuimos los dos a tierra en una barca taxi que presta este servicio. En un restaurante indio compramos cena para todos y la llevamos al barco. Inma, Clara y Alicia comieron un poco sin salir de los sacos.


Esa noche dormimos todos un sueño muy profundo.

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Primera travesía familiar en el Scallywag: I. Introducción

En el puente de Semana Santa he salido a navegar por primera vez con mi familia en el Scallywag. Ha sido un crucero de cuatro días, organizado por el Tollesbury Cruising Club, del que somos socios todos los que tenemos un amarre en la marina de Tollesbury. Tollesbury está en el estuario del Blackwater, en la costa este de Inglaterra, al norte del Támesis. El plan era visitar otros tres puertos del estuario: Brightlingsea, Heybridge Basin y Bradwell.


A lo mejor tendría que haber esperado a que la primavera se asentara un poco más para introducir a mi familia a las delicias de la navegación en estas latitudes. Han navegado conmigo en Grecia y en Mallorca, pero esto es otra cosa. Aquí la temporada de vela no empieza de verdad hasta Mayo. Ahora la mayoría de los barcos todavía están fuera del agua. Pero yo estaba un poco impaciente por estrenar el barco, que es mío desde diciembre. Además era una ocasión excelente para visitar los puertos del estuario en compañía de gente que se los conoce. Por aquí el pilotaje es complicadillo.

Empiezo por presentaros a mi tripulación, para los que no los conocéis, en fotos que hice durante la travesía.

Primero está Inma, mi mujer. Para que os hagáis una idea del interés que tiene Inma por la vela, os diré que aunque compré el barco hace unos cuatro meses, ella ni siquiera lo había visto hasta que no llegamos para embarcarnos. Preferiría no ayudar en nada, pero lo que tiene que hacer lo hace sin rechistar. No es miedosa.


Luego está Clara, mi hija mayor, de catorce años. Clara, a pesar de no haber navegado mucho, es una tripulante excelente. Hace lo que le dices e intenta aprender. Lleva el timón muy bien. Lo puedo dejar en sus manos y encargarme de otra cosa sin ningún problema.


A continuación tenemos a Alicia, la segunda, de doce años, con un caso prematuro de insatisfacción adolescente. Es a la que menos gracia le hacía este plan, y se aseguró de que lo tuviera presente durante toda la travesía, pero la verdad es que a pesar de su mal humor aguantó las penalidades con cierto estoicismo. Si se esmerara lo haría bien. Tengo esperanzas.


Por último está Damián, de siete años. Es demasiado pequeño para ser de mucha utilidad en un barco, pero nunca molesta y aguanta lo que le echen.


Aquí está el patrón:


Y aquí su barco:


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