viernes, 8 de octubre de 2010

La guerra y el honor


Antes para matar tenías que arriesgarte a que te mataran. Para darle un puñetazo a alguien te tenías que poner a tiro de los suyos, a no ser que fuera incapaz de darlos, pero atacar a alguien así siempre ha sido de cobardes. Este principio de reciprocidad lo ha ido erosionando la tecnología bélica, desde las lanzas, los arcos y flechas o las armaduras hasta las armas de fuego o los bombardeos aéreos, pero estos avances no eliminaban completamente el riesgo para el agresor, al menos mientras hubiera un mínimo equilibrio tecnológico entre ambos bandos. Sin embargo, en los recientes ataques aéreos con aviones sin tripulantes lanzados por Estados Unidos en Pakistán, los americanos han matado sin arriesgarse a que los mataran.

Los que pilotan estos aviones y disparan sus misiles (modelo Fuego Infernal) están instalados enfrente de una pantalla de ordenador en una base aérea a las afueras de Las Vegas. Parece que encuentran los mejores reclutas para este tipo de misiones entre los ases de los juegos de ordenador. Además de ser mucho menos arriesgadas, cabría esperar que estas matanzas a distancia fueran también menos ingratas para sus autores que las presenciales. Sin embargo parece que hay estudios que indican que las primeras dejan más lacras psicológicas que las segundas. La mente humana nunca dejará de darnos sorpresas, no todas desagradables.

No me resulta fácil criticar este modo de proceder. Un general que tiene la capacidad técnica de actuar así no estaría en su sano juicio si decidiera no utilizara, sobre todo contra un enemigo para el que todo parece valer. Y si no que le pregunten al soldado que tendría que arriesgar su vida si su general tomara esa decisión. Aún así, esta situación me produce un gran desasosiego. No puedo dejar de sentir que eso no está bien, y que cuando los agredidos se venguen nos lo habremos merecido. Entiendo que estos escrúpulos obedecen a un instinto irracional, pero lo mismo se puede decir de todos nuestros impulsos morales. Sin atender a nuestros instintos irracionales no vamos a ningún lado.

jueves, 7 de octubre de 2010

El Ulises de Joyce


Cada verano suelo proponerme leer una novela larga y difícil, de las que requieren concentración y constancia. Cuando estoy trabajando no tengo ni el tiempo ni la energía para leer cosas así. Este verano le ha tocado el turno al Ulises de James Joyce. El Ulises siempre aparece en las listas de ‘obras maestras de la literatura universal’ y es uno de los pocos libros con esa reputación que me quedaban por leer. Es una novela larga y difícil donde las haya: más de setecientas páginas de texto con otras doscientas cincuenta de notas explicativas del editor, en la edición que he leído yo.

El Ulises cuenta un día en la vida de Leopold Bloom, desde que se levanta y desayuna hasta que se acuesta, con episodios intercalados de otros personajes del entorno de Bloom. Es un día normal y corriente en la vida de una persona normal y corriente, pero el título nos dice que Bloom es Ulises, y las modestas peripecias de aquél por las calles de Dublín, hasta volver a casa por la noche, son las aventuras de éste en su regreso a Ítaca desde Troya. Aparte del título, el libro no contiene ninguna alusión directa a este paralelismo, aunque los críticos literarios parecen estar de acuerdo en que hay una correspondencia directa entre cada capítulo del Ulises y un episodio concreto de la Odisea.

El libro nunca abandona su objetivo narrativo: contarnos en un orden cronológico estricto lo que le sucede a Bloom ese día. Pero esta unidad narrativa se compagina con una extraordinaria variedad estilística. Cada capítulo presenta un enfoque formal completamente distinto, a cual más audaz y descabellado, en un alarde sin igual de técnica literaria. Uno de los capítulos, por poner un ejemplo, recapitula toda la historia de la literatura en inglés, imitando, sucesivamente, los estilos de distintos escritores, unos treinta en total, empezando por los historiadores romanos, los cronistas latinos medievales y un poeta anglosajón del siglo X, y terminando con Ruskin, Carlyle y el argot callejero. Estos narradores simulados van tomando la palabra uno tras otro para continuar el relato, distorsionando con sus voces dispares la situación y los personajes, pero sin romper la continuidad de la escena.

Estos juegos estilísticos no son ostentaciones gratuitas. Además de cumplir fielmente, cada uno a su manera, la misión narrativa que se les asigna, son exploraciones maravillosas de la relación entre el contenido y la forma, de la magia de que podamos representar el mundo con nuestras palabras, con manchas de tinta sobre hojas de papel. Tanto en este interés por la relación entre mensaje y medio, como en la representación a la vez heroica y ridícula de la existencia humana, el Ulises recuerda al Quijote.

No cabe duda de que el Ulises es un libro difícil. Hay partes muy divertidas y partes muy emotivas, pero también hay largos pasajes muy áridos, apenas comprensibles sin ayuda externa y con el nivel de atención que yo les puedo dedicar. Este verano, en la playa, cuando llevaba unas cien páginas me planteé seriamente abandonar. No le veía el sentido a continuar con una lectura que no estaba disfrutando. Al final decidí seguir, un poco por pundonor, por no tener que vivir con esa derrota, y un poco también por sentido del deber: alguien tiene que leer el Ulises, y si no lo leo yo, un filósofo que además sabe inglés, ¿quién lo va a leer?

Lo acabo de terminar, ya entrado el otoño. El último capítulo, famoso por su obscenidad (hasta Marilyn parece escandalizada), es además profundamente conmovedor. Es un monólogo interior de Molly, la mujer de Leopold, y por tanto nuestra Penélope: cuarenta páginas con un punto y aparte y un punto final como únicos signos de puntuación. Me alegro muchísimo de haberlo conseguido. Me siento afortunado de que Joyce lo escribiera y de que yo lo haya podido leer, de la comunicación de una mente a otra que se acaba de completar. Leopold Bloom es ahora parte de mi mundo. Pienso en él como pienso en mis amigos, familiares y conocidos. Esto me indica que el Ulises es de verdad una obra maestra. Sólo los grandes novelistas en sus mejores momentos consiguen instalar a sus personajes en la mente de sus lectores, y Joyce ha instalado a Bloom en la mía.

lunes, 2 de agosto de 2010

En el río Orwell


Una familia que tiene barco tiene que pasar parte de sus vacaciones navegando en él. Si no no merece la pena. Esto lo tenía presente esta primavera, cuando estábamos planeando las vacaciones. Sin embargo no me atrevía a proponer abiertamente un crucero veraniego. Tenía miedo al fracaso, a que fuéramos a navegar por mi empecinamiento y luego todo saliera mal. Barajamos una serie de posibilidades para las vacaciones que no nos habrían dejado tiempo para navegar, pero ninguna parecía muy atractiva, y al final decidimos pasar una semana navegando un poco por defecto, porque no se nos ocurría nada mejor que hacer.

Hasta ahora siempre que había salido a navegar en el Scallywag con la familia había ido acompañado por otros barcos del Tollesbury Cruising Club. Esta vez también habría querido salir con acompañantes, pero no lo pude combinar. Hace un par de años estuvimos navegando una semana por nuestra cuenta en un barco de chárter en Mallorca, pero ésta iba a ser la primera vez que navegaríamos solos en el Scallywag. La idea me producía bastante aprensión.

Desde Tollesbury hay bastantes destinos posibles para un crucero de una semana. Me decidí por el más fácil, que es el río Orwell. Hacia el norte del Támesis hay una serie de estuarios navegables. Tollesbury está en uno de ellos, el del río Blackwater. El siguiente hacia el norte es el del Orwell, a unas treinta millas náuticas.

El viernes volvimos a Tollesbury, después de pasar seis días navegando por el Orwell. El crucero ha sido un éxito. Hemos tenido vientos suaves que nos han permitido ir a vela casi todo el trayecto, mar en calma, buena visibilidad, temperatura agradable y sólo un poco de lluvia. Hemos recorrido setenta y siete millas náuticas, y entrado y salido de cuatro amarres y dos esclusas, sin ningún percance ni en la navegación ni en las maniobras. Mis hijas me han ayudado cuando era necesario, aunque por supuesto sin demasiado entusiasmo. A las dos las puedo dejar a cargo del timón, y manejan los cabos con soltura al atracar y desatracar. Esto nos ha dado confianza a todos y ha reducido los niveles de estrés. Nos hemos llevado sorprendentemente bien, teniendo en cuenta que hemos estado seis días los cinco en un espacio bastante reducido y sin mucho que hacer. Nadie lo ha pasado muy mal.

Nuestro primer destino en el Orwell era la marina de Shotley, a la entrada del estuario, enfrente del inmenso muelle de contenedores de Felixtowe. Allí pasamos dos noches. Desde Shotley cogimos un transbordador a Harwich, en la otra orilla del estuario, y pasamos un día de turistas, paseando por la ciudad. Comimos sorprendentemente bien en el restaurante del Pier Hotel, enfrente del muelle.

Las dos noches siguientes las pasamos en Ipswich, en la cabecera del estuario, nueve millas río arriba. Es una típica ciudad inglesa de provincias, con algunos edificios atractivos. Al puerto se entra por una esclusa. Todavía tiene bastante actividad como puerto de carga, pero ahora además hay dos marinas. El muelle antiguo lo han convertido en una zona residencial para jóvenes profesionales, con bloques de pisos con aspiraciones estéticas. Desgraciadamente la crisis ha interrumpido el proceso de regeneración urbana, y algunos bloques se han quedado a medio construir. Paseamos y vimos lo que había que ver. Fuimos de compras e incluso al cine, a ver Karate Kid en unos multicines de un centro comercial. Y una vez más comimos mejor de lo que nos esperábamos, en el Bistro on the Quay, a escasos metros de nuestro amarre.

La última noche la pasamos en el Royal Harwich Yacht Club, que tiene unos pantalanes con amarres para socios y visitantes en el tramo más bucólico del río. Desde allí nos dimos un paseo campestre por la ribera hasta Pin Mill, que es uno de los lugares más apreciados por los navegantes de la costa este. Es una aldea minúscula con un pub mítico, el Butt and Oyster, y unos astilleros tradicionales. En la orilla hay varadas una serie de barcazas vetustas. Río adentro hay varias hileras de boyas de amarre. Se respira sosiego y tradición. El sendero que nos llevó hasta Pin Mill era delicioso, atravesando praderas, campos de cereales y robledales, con el río majestuoso de telón de fondo.

Ni que decir tiene que hay sitios mucho más atractivos donde navegar, sitios donde el agua es azul, y no marrón, donde en los restaurantes de las marinas se come bien, y donde el buen tiempo está más o menos garantizado. Pero aquí es donde está mi barco y donde estoy yo. Es mi trozo de costa. Me gusta no haberlo elegido, navegar donde me ha tocado. Es un simulacro de arraigo en mi vida desarraigada.

Así que en nuestro primer verano con el Scallywag hemos tenido nuestro crucero, como debe ser. Para mi sorpresa, un par de veces, sentados alrededor de la mesa en el barco, alguien, no yo, sacó el tema de dónde iremos el verano que viene: ¿Francia? ¿Holanda? No me lo acabo de creer. ¿Será posible que al final consiga tener una familia marinera?

miércoles, 21 de julio de 2010

La bolsa


La semana pasada, por primera vez en mi vida, compré acciones. Cuarenta y cinco acciones de una multinacional minera. Mil cuatrocientas libras. Hasta hace nada este mundo me era totalmente ajeno. Ahora es la actividad sustitutoria hacia la que gravito con más frecuencia cuando debería estar trabajando.

Hace unos años los que tenían acciones podían mirar cada día en el periódico la cotización del día anterior. Ahora tienes en la pantalla de tu ordenador información constante y casi inmediata. La curva de la cotización del día se va dibujando poco a poco delante de tus ojos, para arriba, para abajo, a veces titubeante, a veces con decisión. Hacia la izquierda el pasado, inapelable. Hacia la derecha el futuro, todavía oculto, pero a efectos prácticos casi tan inapelable, pues aunque vendiera mis cuarenta y cinco acciones, o comprara otras cuarenta y cinco, la línea apenas cambiaría. El significado de lo que ya está trazado siempre queda en suspenso, pendiente de lo aún por trazar. Una pequeña subida puede ser el comienzo de una larga pendiente ascendente, o el último repunte antes de una caída espectacular.

Y según hacia dónde se dirija la línea tú ganas o pierdes dinero. Fascinante. Por un lado no puede haber nada más distante del mundo real. Por otro lado nada es más real. Con mi dinero habrán comprado una taladradora (pequeña) para una mina de manganeso en Kazakstán, o algo así.

Me gustaría saber más. Me atrae el aspecto técnico del análisis de gráficos: aprender de la parte de la línea que ya está trazada la forma de lo que queda por trazar. ¿Será posible? Ir más allá del aspecto formal cuantitativo e investigar los sectores y los negocios en los que invertir ya me apetece menos. Requiere estudiar los documentos que producen las consultorías para los inversores, llenos de palabrería, redactados en un estilo repugnante, ilustrados con imágenes ridículas e impresos en un papel con una textura y olor muy característicos. Una de las ventajas de mi trabajo es que suelo poder evitar cualquier contacto con este género literario. Luego están los libros sobre cómo invertir, no menos odiosos, escritos por señores americanos que te explican con orgullo cómo pasaron de ser tan miserables como sus lectores a amasar una gran fortuna, y te aseguran que tú también lo puedes lograr, si sigues sus instrucciones.

Este es un interés que preferiría no tener. No puedo hacerlo desaparecer, pero espero que se me pase pronto.

lunes, 28 de junio de 2010

Mersea Stone


Este fin de semana he salido a navegar el Scallywag con la familia y otros barcos del Tollesbury Cruising Club. Nuestro destino era el fondeadero enfrente de Mersea Stone, una playa a la entrada del río Colne, unas ocho millas al este de Tollesbury.

Salimos con la pleamar del mediodía del sábado, con un viento del este de unos quince o veinte nudos, más de lo que esperábamos y más de lo recomendable con la tripulación que llevaba. Antes de salir ya puse un rizo. Al salir a mar abierto me pareció poco y puse otro antes de izar las velas. Luego me alegré.

Fuimos todo el trayecto haciendo bordos de orilla a orilla del Blackwater. El timón lo llevaba yo, menos cuando tenía que cazar el génova después de cada bordo, que se lo pasaba a mi hija mayor. Íbamos a unos cinco nudos, a pesar de ir ciñendo a rabiar y de llevar una mayor minúscula. Yo iba feliz, sintiéndome en control de mi barco y con él de los elementos.

Cuando llegamos al fondeadero ya estaban allí otros barcos de Tollesbury, algunos claramente garreando en el viento que no amainaba. Yo no las tenía todas conmigo, pues no había dónde fondear en menos de nueve metros de agua y sólo llevo siete metros de cadena y unos dieciséis de cabo, bastante menos de lo recomendable. Sin embargo, después de pasar un buen rato tomando enfilaciones llegué a la conclusión de que estábamos bien agarrados.

Al atardecer fuimos en las auxiliares a la playa, que es una pendiente de arena y conchas que sube del agua a un páramo inhóspito. Allí cada familia se hizo su barbacoa, y al anochecer los niños fueron a buscar leña e hicieron una hoguera enorme. Así vimos el sol ponerse, redondo, rojo y desvaído. Unos minutos después salió la luna, más o menos de la misma forma, tamaño y color, en el punto opuesto del horizonte, como en uno de esos trucos de magia en los que la moneda desaparece de una mano y aparece en la otra.

Cuando nos fuimos a dormir el viento ya se había calmado, y aunque me desperté a media noche pensando si estaríamos garreando, no estaba suficientemente preocupado para salir a mirar.

A la mañana siguiente volvimos a Tollesbury, con menos mar y menos viento, y el que había, a nuestro favor. Mi hija mediana cogió el timón por un momento y acabó llevándolo todo el camino. Yo aproveché las circunstancias para sacar en gennaker y deleitarme en contemplar orgulloso la explosión de colores.

El Colne llega hasta Colchester, aunque hace mucho que dejó de ser navegable hasta allí. Colchester fue el primer asentamiento romano de importancia en las islas británicas. Es probable que hubiera barcos romanos fondeados donde estuvo el mío el sábado, muchos siglos después, y que los marinos romanos vieran puestas de sol como la que vi yo. Sentado en la playa enfrente del fuego no daba la impresión de que el mundo hubiera cambiado gran cosa desde entonces en ningún aspecto esencial.

La foto es de Jess Cooke, del Nimrodel

miércoles, 23 de junio de 2010

La fiesta del retrato de Julia Kay

Originally uploaded by mariahoneill

Como he explicado en otra ocasión, suelo colgar mis dibujos en Flickr, donde poco a poco he pasado a formar parte de una comunidad informal y virtual de dibujantes aficionados de todo el mundo. Julia Kay, una de las figuras centrales de esta comunidad, ha tenido una idea excelente: la fiesta del retrato de Julia Kay.

Hasta hace poco, Julia estaba embarcada en un proyecto que consistía en hacerse un auto-retrato cada día, durante años, en los estilos y con los materiales más diversos. Hace poco dio por finalizado este proyecto, y puso en marcha su fiesta del retrato. Consiste en que los dibujantes de Flickr se dibujen unos a otros. Cuelgas fotos tuyas para que la gente las dibuje y dibujas las fotos que han colgado otros. Participan más de doscientos dibujantes. Han hecho miles de retratos. El resultado es interesantísimo, por la diversidad de estilos, enfoques e interpretaciones, y por la oportunidad de dibujar los rostros de los autores de esos dibujos, pagándoles con su misma moneda, o con otra similar. Aquí están los que he hecho yo, y aquí y aquí los que han hecho de mi.

Tenerife


Hemos pasado una semana de vacaciones en Tenerife. Estábamos alojados en una casa rodeada de viñedos, en una ladera que se precipitaba sobre el mar, unos quinientos metros más abajo. La vista constantemente cambiante del océano infinito, el cielo y las nubes era el mejor espectáculo que puedo imaginar. Las nubes a menudo dejaban el escenario para mezclarse con los espectadores: mis hijos jugando en la piscina escondidos detrás de una nube.

Subimos al Teide, primero en el teleférico, y luego por el sendero Telesforo Bravo. Damián, que no cumpliría ocho años hasta el último día de las vacaciones, anunció su intención de ser el primer miembro de la familia en alcanzar la cima, y lo consiguió sin dificultad. Yo estaba sufriendo por la falta de oxígeno, y me tenía que parar cada tres o cuatro pasos a respirar. En la cima del Teide el agua hierve a 85 grados. Cuando bajamos me di un largo paseo con Clara por el paisaje extraterrestre de los Roques de García.

Un día fuimos a Garachico y a Punta de Teno, y otro a Anaga y a la playa del Roque de las Bodegas, a ver el mar inocente y terrible abalanzarse sobre las rocas volcánicas, una y otra vez, por toda la eternidad.

Dedicamos otros dos días a visitar el Loro Parque y Siam Park, dos recintos espantosos que parecen lanzar un desafío resentido a la belleza salvaje del resto de la isla. Piedra falsa, olas falsas, arquitectura étnica falsa… Los neoplatónicos que pensaban que el mundo material era un simulacro se debían de sentir constantemente como yo me sentí en esos sitios. No sé cómo lo aguantaban.

Comimos muy bien un par de veces. Una en Garachico, en un restaurante llamado Casa Gaspar, de aspecto muy poco prometedor pero con una cocina excelente. Yo comí de primero un pisto con patatas y berenjenas inolvidable. De segundo pedí alubias con almejas, pero cuando me estaba comiendo el pisto salió el cocinero a decir que acababa de abrir las almejas y la mayoría estaban malas, y si me importaba que añadiera mejillones. No sé si fue gracias a los mejillones o a pesar de ellos, pero el resultado final era de saltársele a uno las lágrimas. Tampoco puedo dejar de mencionar unas croquetas que se comieron mis hijas. Las croquetas a mi no suelen impresionarme, por muy caseras que sean, pero estas venían de otro mundo.

También comí bien en la Cuadra de San Diego, un restaurante ubicado en las antiguas cuadras de la finca de viñedos que rodeaba nuestra casa, aunque ahora la casa está separada de las cuadras por la autovía que parte la finca en dos. Es un sitio precioso y acogedor, en el que se come de raciones, sin estructura. Se me quedaron grabados sus huevos estrellados.

Concluyo el capítulo gastronómico con el Bar Playa Casa África, una especie de merendero enfrente de la playa del Roque de las Bodegas. Es un sitio de los que ya no quedan, donde comes lo que te dan. Lo que nos dieron fue una ensalada que además de los ingredientes habituales tenía fresas, kiwis y cosas así, y luego pulpo en salsa y abadejo frito. Este tipo de comida en este tipo de sitio suele ser mediocre tirando a mala, pero aquí todo estaba riquísimo.

Cuando Colón paró en las Canarias en Septiembre de 1492 antes de cruzar el Atlántico estuvo en La Gomera. Tenerife y las otras islas grandes todavía estaban en manos de los guanches. Los pueblos del norte de Tenerife todavía dan un poco la impresión de que los españoles acabamos de llegar, trayendo nuestros viñedos, nuestras tascas y nuestras costumbres a un sitio exótico y remoto. El resultado es un ambiente mágico, como de sueño. No me importaría volver.

martes, 25 de mayo de 2010

Primera regata con el Scallywag


El Tollesbury Cruising Club organiza todos los años una serie de regatas para los socios. Este fin de semana ha sido la primera de la temporada, y mi primera regata con el Scallywag. Eran veintitantas millas, desde el estuario del río Blackwater, donde está Tollesbury, hasta el del Crouch, que es el siguiente hacia el sur, y el último antes del Támesis. Mi tripulación estaba compuesta de Peter, uno de mis compañeros más asiduos de fatigas náuticas, Ardaan, un viejo amigo mío holandés que venía a estrenar el barco, y Jeroen, un amigo de Ardaan al que también conozco desde hace mucho. Los tres buenos marinos. Sin problemas.

Dormimos en el barco el viernes porque a la mañana siguiente había que salir de la marina con la pleamar de las siete. La regata no empezaba hasta las diez, así que nos amarramos a unas boyas para desayunar en los Mersea Quarters, a la vuelta de la esquina. El desayuno nos duró más de lo debido. Diez minutos antes de la salida, como es costumbre, avisaron por la radio que apagáramos el motor y quitáramos la bandera, y a nosotros todavía nos quedaban unos cuantos bordos para llegar a la línea de salida. Cuando sonó la bocina todavía no habíamos llegado, pero enseguida nos incorporamos a la flota.

El primer tramo de la regata, saliendo del Blackwater, íbamos con viento de proa, haciendo bordos y sorteando las balizas del recorrido. El Scallywag ceñía de maravilla, deslizándose por el agua con suavidad, y fuimos adelantando barco tras barco, hasta colocarnos los terceros. Del Blackwater al Crouch se pasa por un canal de muy poco calado entre dos bancos de arena. Desde allí virábamos hacia el oeste para enfilar el Crouch, ahora viento en popa. Este tramo no se nos dio tan bien, principalmente porque no usamos el espinaker. Tengo un espinaker y un genaker, con todo su aparejo, pero todavía no había tenido ocasión de investigarlos, así que al apuntarme a la regata dije que no los usaría. Con la mayor y el génova íbamos un poco lentos con un viento de popa muy débil, y el Dionysus, al que habíamos dejado muy atrás en el tramo de ceñida, ahora nos adelantó sin dificultad con su flamante espinaker. Al final quedamos cuartos de nueve barcos, y fuimos los primeros en cruzar la línea de meta sin espinaker. Ganó el Dionysus.

Pasamos la noche en Burnham on Crouch, el centro de regatas más tradicional de la costa este. No había estado nunca y me gustó más de lo que esperaba. Es un puerto de verdad. Tuvimos una cena de hermandad en el Royal Burnham Yacht Club, los que habíamos participado en la regata y las tripulaciones de otros barcos de Tollesbury que habían venido sin competir. Todo muy agradable. La comida, del montón.

El domingo a media mañana salimos de vuelta a Tollesbury. Teníamos todo el tiempo del mundo, pues la pleamar no era hasta las nueve de la noche, y aprovechamos para estrenar por fin el espinaker y el genaker, con un viento muy suave ideal para este propósito. Todo funciona a la perfección. En la próxima regata los usaremos. Entramos en la marina al anochecer. Peter se fue a su casa, y Ardaan, Jeroen y yo cenamos en el barco y caímos rendidos.

La mañana del lunes la dediqué al mantenimiento del barco. Luego tuvimos el tiempo justo para darnos un baño en la piscina de Tollesbury y hacer una visita turística relámpago a Maldon antes de dejar a Ardaan y Jeroen en el aeropuerto.

Una regata en mi propio barco, con una tripulación de buenos amigos, el mar en calma, vientos benignos y un sol radiante. No sé qué más podría pedir. Aquí está la ruta del sábado, y aquí la del domingo.

miércoles, 5 de mayo de 2010

Puente en Paris


Este fin de semana era puente aquí, y lo hemos pasado en Paris. Fuimos en el Eurostar, que te lleva de Londres a París en poco más de dos horas. Llegamos el sábado al mediodía, y fuimos andando desde la Gare du Nord hasta el hotel, al lado de la plaza de la Bastilla. Al pasar por la Plaza de la República vimos la concentración del 1 de Mayo. No había mucha gente, pero la Internacional sonaba por los altavoces a todo volumen, produciendo una mezcla de nostalgia y rubor. Un poco más allá estaban los antidisturbios poniéndose sus armaduras, supongo que por no perder la tradición, pues nada indicaba que fueran a necesitarlas. Descansamos un rato en el hotel y comimos en un restaurante italiano de barrio apacible pero sin distinción. Luego fuimos paseando por el Marais hasta la Île de la Cité. No entramos en Notre Dame porque había mucha cola. Volvimos andando por la orilla del río y nos colamos por la esclusa al puerto deportivo, para ver dónde pararé cuando lleve al Scallywag al Mediterráneo por los canales franceses. Llegamos al hotel derrumbados, con las fuerzas justas para comernos una pizza en la habitación.

El domingo antes de desayunar, mientras mis hijas se desperezaban, me di un paseo por la Promenade Plantée, que es un antiguo viaducto ferroviario convertido en calzada peatonal. Al lado de casa tenemos algo así, y se puede aprender mucho de la diferencia entre las dos culturas comparando el de París, con su pulcra jardinería y sus detalles arquitectónicos interesantes en los puntos de acceso, con el de Londres, que evita dar la impresión de diseño inteligente. Pasamos el día en el Louvre. Cuando llegamos había una cola inmensa, de unas tres horas, según decían, pero oímos que en una entrada lateral no había nada de cola. Yo no acaba de creérmelo pero, en efecto, entramos inmediatamente y además, por ser el primer día del mes que abrían, la entrada era gratuita. A mis hijos les interesó más de lo que me esperaba, sobre todo a la mayor. Le iba explicando los episodios bíblicos y clásicos representados en los cuadros. Nos comimos un bocadillo en el mismo museo. Luego fuimos andando por la orilla izquierda hasta el Jardin des Plantes, que estaba muy bonito. Al volver cenamos en Chez Léon, un bistro magrebí agradable. Yo me comí un cuscús de pescado, casero y reparador, pero un poco insulso, aunque a lo mejor tiene que ser así. El vino marroquí era más bien malo.

El lunes me di otro paseo matutino, esta vez hasta el cementerio del Père Lachaise, donde están enterrados tantos genios, como Proust, Chopin, Oscar Wilde, Molière, Edith Piaf o Jim Morrison. Luego fuimos en barco por el río hasta la torre Eiffel. Teníamos la intención de subir, pero desistimos, porque había mucha cola y hacía mucho frío. Fuimos a les Invalides a ver la tumba de Napoléon, pero estaba cerrada por ser el primer lunes del mes. Me divertí pensando qué habría pasado si Hitler hubiera ido a verla el primer lunes del mes. Seguimos paseando por el Faubourg St-Germain, envidiando la elegancia de los burgueses parisinos, y nos metimos a comer en Le Vin de Bellechasse, un bistro moderno de inspiración tradicional, con un ambiente excelente, alegre y acogedor. No tenían el plato de cuchara que yo iba buscando, pero se estaba tan a gusto que no me importó. Sólo hacen cosas simples, pero lo que hacen lo hacen muy bien. El solomillo con salsa bearnesa que se comieron mis hijas era insuperable. Mi pechuga de pato tampoco estaba mal. El burdeos de la casa también muy bueno. Volvimos en barco al hotel a recoger el equipaje y seguimos en metro hasta la estación.

Ha sido una visita breve, con los altibajos que cabe esperar cuando cinco personas distintas pasan tres días sin separarse, pero creo que ha merecido la pena. París es indudablemente una de las glorias de la civilización contemporánea, con tanta gente tan apretada viviendo tan bien. Siempre que voy siento celos de sus habitantes, pero qué se le va a hacer. Podría emigrar, pero sé que tengo que evitar la tentación de querer vivir más de una vida.

martes, 20 de abril de 2010

El padre de mis hijos


El viernes fui a ver Le père de mes enfants, una película de Mia Hansen-Løve. Está basada en la historia real de un productor de cine de autor que ante la inevitable quiebra de su productora se suicida. Antes del suicidio, la película nos muestra la vida del productor. Es un hombre inteligente, afable y sofisticado, aparentemente feliz, con un trabajo envidiable y una familia maravillosa. Después del suicidio presenciamos los esfuerzos de la viuda por salvar la productora y los primeros pasos independientes por la vida de la hija mayor. No me parece que la madre tenga en la película el protagonismo que el ftítulo le otroga.

Es, por encima de todo, una película preciosa, llena de imágenes bellas de la ciudad, de los alrededores de la casa de campo donde la familia pasa los fines de semana o de sus últimas vacaciones en Italia. Hansen-Løve parce encontrar belleza mire donde mire, y tiene la generosidad y la destreza técnica para compartirla con nosotros.

Hansen-Løve parece haberse propuesto tomar el punto de vista de un observador ingenuo, que no entiende o renuncia a reconocer los significados convencionales de los episodios de una vida humana. El suicidio del productor es un acontecimiento más, algo que ocurre un día. No es incomprensible, pero tampoco es el resultado inevitable de una situación desesperada. En su vida había cosas malas, pero también muchas cosas muy buenas. En general, Hansen-Løve no intenta imponer una lógica al desarrollo de la acción. Nos muestra una serie de episodios de un manojo de vidas, sin animarnos a pensar que esconden un sentido profundo. El único mensaje parece ser que hay cosas buenas en el aquí y ahora, y que siempre las habrá, a pesar de todo. Con la hija mayor vemos que la vida sigue y se renueva sin menoscabo, a pesar del padre muerto.

viernes, 16 de abril de 2010

Un concierto especial


Anoche fui a un concierto de la Philharmonia en el Royal Festival Hall. Tocaron una obertura de Rimsky-Korsakoff, el segundo concierto para piano de Shostakovich y La Consagración de la Primavera, dirigidos por Tugan Sokhiev.

En lo que va de año he ido a un par de buenos conciertos que no he mencionado aquí. En Febrero vi en el Barbican a la London Symphony Orchestra, dirigida por Valery Gergiev, tocando la Música para Cuerdas, Percusión y Celesta de Bartók, y el segundo concierto para trompa y Ein Heldenleben, de Strauss. En Marzo vi en el Royal Festival Hall a la Philharmonia, dirigida por Fabio Luisi, sustituyendo a Christoph von Dohnányi, que estaba enfermo, tocando una cosa de Mozart y la novena sinfonía de Schubert.

Tres conciertos excelentes, a cual mejor. Sin embargo el de anoche era especial porque a los otros dos fui solo, como de costumbre, pero anoche me acompañó, por primera vez, mi hija mayor. Hemos estados los dos solos en Londres las dos últimas semanas, con el resto de la familia en Madrid, yo intentando trabajar, y ella entregada a sus caballos. Ha sido una situación inesperada, pues ella tenía planeadas unas vacaciones con la familia de una amiga que se cancelaron en el último momento.

He tardado en reaccionar a este cambio de planes. Me he dado cuenta tarde de que podía aprovechar para hacer cosas con ella que no podemos hacer todos juntos, y cuando por fin he empezado a intentarlo mis planes mal urdidos se han encontrado con su natural desinterés. Al final, un poco por compasión, accedió a venir conmigo al concierto, para el que yo tenía una entrada desde hacía tiempo.

Creo que le gustó. A mí desde luego me encantó. La Consagración de la Primavera es una obra extraordinaria. Anoche escuchándola no dejaba de preguntarme cómo se le ocurriría a Stravinsky que se podían hacer cosas así con una orquesta. Mi hija no mostró más entusiasmo del estrictamente requerido por la buena educación, pero cuando volvimos se encerró en su cuarto para mandar mensajes de texto a sus amigos y al rato sacó la cabeza un momento para preguntarme cómo se llamaba la obra esa de la primavera.

Empiezo a sentir que se me acaba el tiempo para introducirla a las cosas que valoro, pues como es natural cada vez me presta menos atención. De momento puedo decir que yo la he llevado a oír por primera vez en su vida La Consagración de la Primavera. A lo mejor un día se acuerda.

martes, 13 de abril de 2010

Historia de la música I: La música de mis padres

En mi familia no había ninguna tradición musical. Mi abuelo de vez en cuando cantaba un tango con mucho sentimiento en la sobremesa, pero eso era todo. En casa no hubo ningún aparato para escuchar música hasta que mi tío Arturo, que estaba trabajando en Andorra, un día nos trajo de allí, en vez de queso de los Pirineos, un radio-cassette portátil, siendo yo ya adolescente.

Empecé a oír música en el coche, en los interminables viajes familiares de fin de semana de Zaragoza a Madrid o a Soria, o en las salidas domingueras a parajes horrendos de los alrededores de Zaragoza. Mi padre mantenía en su Seat 131 una enorme colección de cintas, compradas en su mayoría en restaurantes de carretera.

A mi padre le gustaba la música ligera, con letras de temas sentimentales y preferentemente tono latinoamericano: boleros, rancheras y cosas así. Entre sus preferidos estaban Julio Iglesias, Raffaella Carrá y Rocío Dúrcal. Seguro que se me olvida alguno, pero está bien así. Los que vivisteis esa época os haréis una idea. El gusto de mi madre era similar, aunque ella prefería canciones de un tono un poco más serio, como las de Mari Trini, que a mi padre también le encantaba, y María Dolores Pradera.

Yo creo que a mí nunca me gustó nada de esto, pero a lo mejor la evolución posterior de mis gustos me distorsiona el recuerdo. Desde luego, a partir de los doce años o así, cuando me uní precozmente a la rebelión juvenil, esta música empezó a producirme un desprecio profundo y duradero.

De todos modos, no cabe duda de que algunas de estas canciones pasaron a formar parte de mí. Todavía me sé de memoria muchas canciones de Mari Trini o María Dolores Pradera, y a veces, cuando todo está en silencio, suenan en mi cabeza sin saber por qué. Por mucho que las despreciara, ahí estaban.

El otro día estuve escuchando en YouTube algunas de estas canciones. Muchas de ellas era la primera vez que las oía fuera de mi cabeza desde que dejé de acompañar a mis padres en sus salidas domingueras, hace más de treinta años. Tenía curiosidad por comprobar qué efecto me producían. Quiero mencionar dos sorpresas agradables.

La primera es una canción que nunca he dejado de saberme de memoria, aunque se me había olvidado quién la cantaba. Es “Enhorabuena”, de Ana María Drack. Me ha encantado oírla. La volveré a oír. Esto en realidad no cuenta como una verdadera claudicación, pues Ana María Drack estaba un poco en la frontera de lo que les gustaba a mis padres y el mundo de los cantautores que sí reconozco como una fase en la evolución de mi propio gusto musical.

La segunda sorpresa ya es más difícil evitar describirla como un reconocimiento de que al final mis padres tenían razón. Para bien o para mal, el paso de los años ha eliminado los prejuicios estilísticos que impedían que las canciones de María Dolores Pradera tuvieran sobre mí el efecto que buscan. Ahí están, tal y como los recordaba, todos los detalles que me repugnaban: el exagerado sentimentalismo, los contrapuntos ridículos del requinto, el inauténtico sabor latinoamericano y el aire de gran señora. Sin embargo, a pesar de todo, tengo que confesar que después de treinta años despreciándolas, las canciones de María Dolores Pradera han conseguido conmoverme. Su voz profunda, íntima y relajada y su dicción clara, directa y decidida tienen un efecto delicadamente estremecedor.

Ahora sí que de verdad está claro que he dejado de ser joven.

martes, 6 de abril de 2010

Primera travesía familiar en el Scallywag: V. Cuarta y última singladura. Lunes de Pascua.


A la mañana siguiente mi tripulación parecía tener suficiente ánimo para reírse de sus penurias. Al final lo que más les importaba no era el viento, las olas, el frío o la lluvia, sino que después de pasar todo el invierno preparando al Scallywag para la temporada se me había olvidado lo más importante: limpiarlo por dentro. A mí no me parecía que estuviera mal, pero a Inma, Clara y Alicia les daba asco cada vez que su piel entraba en contacto con cualquier superficie del barco.


De Bradwell a Tollesbury no hay más de una hora. Pasamos el día en Bradwell esperando a que la pleamar de la tarde nos permitiera entrar en Tollesbury. Dimos un paseo muy agradable por la playa, pero a mí me amargó un poco la mañana la ansiedad que nos entra a algunos cuando tenemos demasiado tiempo para pensar las cosas. Me agobiaba sobre todo salir del amarre con unos veinticinco nudos de viento de popa, esta vez sin la posibilidad de repetir la treta que había usado en Tollesbury tres días antes. Visualizaba la maniobra una y otra vez y me iba poniendo más nervioso. Como suele suceder, toda la preocupación fue por nada. Justo antes de salir yo, salió el del amarre de enfrente, así que pude recular a su espacio y salir sin problemas.


Al salir, el mar estaba muy agitado, pero no era mucho rato y la tripulación ya estaba más curtida. Cuando llegamos a la entrada del canal de acceso a Tollesbury, la marea todavía no había subido lo suficiente para entrar. Entre el viento y la presión atmosférica, acabó subiendo sesenta centímetros menos de lo previsto en las tablas. Hay unas boyas donde te puedes amarrar para esperar. Les expliqué a Clara y a Inma la maniobra con detalle, y las mandé a la proa con el bichero. Siguieron mis instrucciones escrupulosamente hasta que llegaron a un obstáculo insalvable: cuando vieron que el bichero sacaba un cabo cubierto de algas babosas y malolientes, a las dos les daba demasiado asco tocarlo. Menos mal que me dio tiempo a llegar a cogerlo yo. Allí nos organizamos las defensas y los cabos y cuando el poste que indica el calado para entrar a la marina marcaba algo más de cinco pies entramos y atracamos sin incidentes.

La travesía no ha sido un éxito rotundo, pero tampoco ha sido un fracaso total. A lo mejor hubiera sido mejor no hacerla, pero dado que la hemos hecho, en las condiciones que nos tocaron, no podría haber ido mucho mejor. Para mí personalmente ha sido sensacional y me parece que los demás han visto, además de lo malo, un poco de lo bueno del plan que les estoy proponiendo.

Primera travesía familiar en el Scallywag: IV. Tercera singladura. Domingo de Resurrección


El día siguiente lo pasamos dando paseos por Heybridge, pues no había suficiente agua para salir del canal hasta la tarde. Llamé por teléfono al anterior dueño del Scallywag, que vive en Maldon, para ver si tenía alguna idea de qué le podía pasar a la calefacción. Vino a Heybridge a echar un vistazo. Aunque no sacamos nada en claro me alegró verlo. Dijo que me ayudaría a reparar la antena de la radio.

Al salir había un viento perfecto. Me daba miedo aproarme para izar la mayor, pues temía salirme del canal y encallar otra vez, pero al ver que otros lo hacían me animé. Con Clara a cargo del timón y de la sonda me fui al mástil y la izamos en un momento. Hicimos todo el trayecto a vela. Primero de empopada, y luego de través, en una de esas regatas informales que surgen siempre que hay dos o más barcos navegando en la misma dirección. Íbamos más rápido que casi todos, a pesar de llevar un rizo innecesario en la mayor.


Nuestro destino ese día era Bradwell, una marina en la orilla sur del estuario, casi enfrente de Tollesbury. La entrada es de las de examen, con un poste de babor que hay que dejar a estribor, un canal en curva con boyas a babor y withies a estribor, seguido de una enfilación con dos postes en la costa, e inmediatamente un giro a estribor de noventa grados para seguir una línea de boyas de amarre hasta la bocana del puerto. El atraque ese día lo hice un poco mal, pues después del laberinto de la entrada me despisté un poco y no tuve en cuenta el efecto del fuerte viento de través sobre mi trayectoria. Afortunadamente había una cuadrilla de socios del club esperándome en el pantalán para rectificar mi error.


Esa tarde hubo otra fiesta en el Moonshine. Esta vez sí vino Inma. Luego fuimos a cenar al Green Man, un pub a cinco minutos de la marina. Es un pub de leyenda, con una energía y buen humor palpables, de los que ya no quedan. Desgraciadamente, como en todos los pubs buenos, no dejan entrar a niños, pero tienen una sala, como de cuarentena, para familias. La cocina ya había cerrado, pero nos hicieron unos platos de huevos, jamón de york y patatas fritas. Tengo que volver sin niños.

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Primera travesía familiar en el Scallywag: III. Segunda singladura. Sábado de Gloria

A la mañana siguiente nos levantamos todos con la moral muy baja. Alicia estaba indignada por lo que le había hecho pasar el día anterior, y aterrada por lo que todavía le quedara por padecer, por no hablar de todas las actividades sociales que se estaba perdiendo en Londres. Los demás tenían actitudes menos hostiles, pero desde luego nadie estaba deseando continuar. Escuché el parte meteorológico, y no parecía que la cosa fuera a mejorar. Sin embargo, había un par de factores prometedores. Para empezar, esta vez íbamos a navegar con el viento y la marea en la misma dirección, que siempre produce mares más calmados. Además, gran parte de la travesía sería en las aguas más resguardadas del estuario.

Estuve a punto de anunciar que nos volvíamos a Tollesbury. Estaba convencido de que era la decisión equivocada, de que mi campaña para atraer a mi familia a mi proyecto náutico no se recuperaría fácilmente de esa derrota. Sin embargo era de verdad lo que me apetecía: abandonar, vender el barco, sacarme de una vez la idea de la cabeza. Al final no dije nada y me fui otra vez a tierra a comprar gasoil. Con el aire fresco me tranquilicé y me decidí a seguir. La tripulación lo aceptó.

Salir fue fácil. Me habían puesto justo al final del pantalán, mirando río arriba. Ahora la marea estaba subiendo. Andy, otro socio, me dio una idea excelente que funcionó a la perfección: soltar la amarra de popa y dejar que la corriente me diera la vuelta al barco. Luego, ya apuntando hacia la salida, no tenía más que soltar la amarra de proa y echar a andar.


Como me esperaba, las condiciones ese día fueron mucho más benignas, así que pudimos sacar las velas y apagar el motor. Fuimos así, disfrutando, un buen rato. Luego nos alcanzó un fuerte chubasco de lluvia y viento, así que enrollamos el foque y encendimos el motor. Cuando se pasó seguimos así, pues el canal ya se estrechaba y el pilotaje requería mis cinco sentidos.

Nuestro destino ese día era Heybridge Basin. El estuario del Blackwater llega hasta Maldon, famosa por su sal. A Maldon es difícil llegar con un velero. Se puede subir con la marea, pero nada más llegar te tienes que volver, pues no hay donde quedarse a flote con marea baja. Pero un poco antes de Maldon está Heybridge Basin. Es el punto en el que un canal construido en el siglo XVIII que empieza tierra adentro se comunica con el mar. Se entra por una esclusa, a la que sólo se puede acceder justo antes de la pleamar. Solo da tiempo a usar la esclusa un par de veces antes de que empiece a bajar la marea y deje de haber suficiente agua para alcanzarla.


Cuando llegamos, la marea todavía no había subido lo suficiente, así que estuvimos dando vueltas esperando a que cambiara el semáforo. Rob, el patrón del Polo IV, me explicó la entrada por la radio. Se accede a la esclusa siguiendo una línea curva de ramitas de árbol clavadas en el fondo, que has de dejar a babor. Es una técnica muy común por aquí para marcar los canales de acceso. En inglés se les llama withies. No sé cómo se dice en español.


Cuando se puso verde el semáforo me uní a la cola para entrar en la esclusa. Sabía que tenía que seguir la línea de whities. Lo que no sabía es que tuviera que estar tan cerca de ellos. Me alejé un poco y encallé. Salí sin problemas, y contento de haber pasado sin mayores consecuencias por este trance tan común en la costa este.

En esta foto de la entrada a la esclusa con marea baja podéis ver por qué hay que ir tan cerca de los withies.


Y aquí tenéis un primer plano del surco que dejé con la orza, mi primera contribución artística al paisaje de esta costa.


La esclusa es un espectáculo para los lugareños y los turistas, que se arremolinan para presenciar la operación. Una vez dentro, el encargado, un señor simpatiquísimo, da a cada barco instrucciones precisas sobre donde amarrar. Nosotros, con otros tres barcos del club, estábamos abarloados a Gladys, una barcaza del Támesis, que es un tipo de velero tradicional que en el siglo XIX se usaba para ir desde estos puertos a Londres con cargamentos de paja para los caballos y volver con cargamentos de estiércol de los caballos para abonar la tierra y continuar el ciclo. Estaban diseñadas para ser tripuladas por un hombre y un chaval. Son espectaculares. En Maldon hay muchas. Damián pasó mucho tiempo jugando en la cubierta de Gladys.


Esa tarde el ambiente en el Scallywag era algo más distendido. El día, después del chubasco, no había sido desagradable, y al llegar hacía un resol muy rico. Las niñas se habían hecho amigas de dos hermanas de otro barco del club, que además tenían un perro. También creo que experimentaron por primera vez la satisfacción de haber completado una singladura con éxito.

Cenamos todos juntos en un pub que hay a la orilla del canal. Éramos unos cuarenta, entre los que íbamos en la flotilla y los que vinieron a la cena por carretera. La comida no era buena, pero en este país, fuera de Londres, ya se sabe. La compañía, por el contrario, excelente. Gente acogedora, interesante y sencilla.

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Primera travesía familiar en el Scallywag: II. Primera singladura. Viernes Santo


El Scallywag está amarrado en la marina de Tollesbury. Como he explicado en otra ocasión, en Tollesbury sólo se puede entrar o salir aproximadamente una hora antes o después de la pleamar. Si no, no hay suficiente profundidad en el canal de acceso, que en cada bajamar se seca completamente.

Esta es la entrada a la marina con marea alta.


Y aquí podéis ver el aspecto que ofrece con marea baja.


Ese día la pleamar era a las tres de la tarde. Como era una marea muy viva, se podía salir desde las dos. Hubiera sido mejor dormir en el barco y prepararnos por la mañana con tranquilidad, pero la noche anterior salimos Inma y yo, así que llegamos al barco el mediodía del viernes un tanto apresurados. El tiempo no era bueno, con lluvia intermitente y frío. Además el viento era bastante fuerte, sin bajar de los veinte nudos, y racheado.

Hasta unos minutos antes de salir estuve considerando si debía abandonar. Las condiciones estaban un poco al límite de lo agradable y no quería asustar a nadie. Por otro lado, por aquí, si sólo sales cuando las condiciones son perfectas no sales nunca, y la singladura no era complicada.

Lo más difícil era salir de mi amarre. Las maniobras a motor en un velero con viento fuerte no presentan mayor complicación siempre que puedas mantener la popa hacia el viento. Lo difícil es girar la proa hacia el viento. Hay técnicas para hacerlo con ayuda de cabos, pero requieren una tripulación más experta que la que tenía yo en esta ocasión. El viento me venía por la popa, así que no hubiera sido fácil girar para encarar la bocana, pero se me ocurrió que podía salir en marcha atrás hasta rebasar la bocana, y coger suficiente inercia para enfilarla ya hacia adelante. Cuando vi cómo solucionar este problema me decidía a salir.


Ese día íbamos a Brightlingsea. Sólo son unas dos horas de camino, pero fue bastante desagradable. La entrada a Brightlingsea está ya fuera del estuario, y con el fuerte viento soplando en dirección opuesta a la marea viva, el mar estaba muy revuelto. Clara estaba a mi lado en la bañera, pero muerta de frío. Alicia estaba tumbada en el camarote de proa y se mareó un poco, pero luego, a pesar de ir dando botes, consiguió dormirse. Inma intentaba ayudar, pero se mareó mucho. Damián impasible, tumbado leyendo Harry Potter, como si nada.

Tanto la salida de Tollesbury como la entrada a Brightlingsea son complicadas. Son canales estrechos y tortuosos, invisibles con marea alta. Si te sales, encallas. El paisaje es muy llano y sin muchos puntos de referencia con los que orientarte. Con el plotter no es muy difícil, pero siempre te queda el miedo de que no estés donde crees que estás. Fuimos a motor, pues entre el pilotaje y el timón, y con la tripulación diezmada, no podía plantearme sacar las velas.

A pesar de todo llegamos a Brightlingsea sin contratiempos. Brightlingsea es un puerto pequeño y remoto, de mucha tradición marinera. Desde hace poco tiene una marina que es parte de un complejo residencial con más pretensiones que gracia. Pero cuando se va a Brightlingsea no se suele ir a la marina, sino a un par de pantalanes flotantes públicos que hay en el centro del río, sin conexión a tierra firme. Cuando llegas, el capitán del puerto te está esperando en su lancha y te lleva adonde quiere que te coloques.


Atracamos sin problemas, con la ayuda de otros socios del club que nos estaban esperando. Inma, Clara y Alicia estaban destrozadas, ateridas de frío y desmoralizadas. Desgraciadamente la calefacción del barco eligió ese momento para dejar de funcionar, así que las tres se metieron a sus sacos de dormir para hibernar y conservar en lo posible las funciones vitales. Damián, por el contrario, estaba tan contento.

Paul, un socio del club, vino a invitarnos a una fiesta en su barco, el Moonshine, un Maxi 1100 precioso que se acaba de comprar. Inma, Clara y Alicia ni se enteraron, así que fuimos Damián y yo. Muy buen ambiente. Gente excelente, todos preocupados por lo que pudiera pensar mi familia de la travesía. Uno me dijo que en los veinte años que llevaba en Tollesbury nunca se había encontrado con condiciones tan duras. Damián lo pasó en grande. No tiene costumbre de estar así, sintiéndose parte de un grupo de adultos de juerga, y eso cuando eres niño siempre te gusta.

Cuando Damián y yo dejamos la fiesta al anochecer, el resto de la tripulación seguía sin dar señales de vida, así que nos fuimos los dos a tierra en una barca taxi que presta este servicio. En un restaurante indio compramos cena para todos y la llevamos al barco. Inma, Clara y Alicia comieron un poco sin salir de los sacos.


Esa noche dormimos todos un sueño muy profundo.

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Primera travesía familiar en el Scallywag: I. Introducción

En el puente de Semana Santa he salido a navegar por primera vez con mi familia en el Scallywag. Ha sido un crucero de cuatro días, organizado por el Tollesbury Cruising Club, del que somos socios todos los que tenemos un amarre en la marina de Tollesbury. Tollesbury está en el estuario del Blackwater, en la costa este de Inglaterra, al norte del Támesis. El plan era visitar otros tres puertos del estuario: Brightlingsea, Heybridge Basin y Bradwell.


A lo mejor tendría que haber esperado a que la primavera se asentara un poco más para introducir a mi familia a las delicias de la navegación en estas latitudes. Han navegado conmigo en Grecia y en Mallorca, pero esto es otra cosa. Aquí la temporada de vela no empieza de verdad hasta Mayo. Ahora la mayoría de los barcos todavía están fuera del agua. Pero yo estaba un poco impaciente por estrenar el barco, que es mío desde diciembre. Además era una ocasión excelente para visitar los puertos del estuario en compañía de gente que se los conoce. Por aquí el pilotaje es complicadillo.

Empiezo por presentaros a mi tripulación, para los que no los conocéis, en fotos que hice durante la travesía.

Primero está Inma, mi mujer. Para que os hagáis una idea del interés que tiene Inma por la vela, os diré que aunque compré el barco hace unos cuatro meses, ella ni siquiera lo había visto hasta que no llegamos para embarcarnos. Preferiría no ayudar en nada, pero lo que tiene que hacer lo hace sin rechistar. No es miedosa.


Luego está Clara, mi hija mayor, de catorce años. Clara, a pesar de no haber navegado mucho, es una tripulante excelente. Hace lo que le dices e intenta aprender. Lleva el timón muy bien. Lo puedo dejar en sus manos y encargarme de otra cosa sin ningún problema.


A continuación tenemos a Alicia, la segunda, de doce años, con un caso prematuro de insatisfacción adolescente. Es a la que menos gracia le hacía este plan, y se aseguró de que lo tuviera presente durante toda la travesía, pero la verdad es que a pesar de su mal humor aguantó las penalidades con cierto estoicismo. Si se esmerara lo haría bien. Tengo esperanzas.


Por último está Damián, de siete años. Es demasiado pequeño para ser de mucha utilidad en un barco, pero nunca molesta y aguanta lo que le echen.


Aquí está el patrón:


Y aquí su barco:


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lunes, 15 de marzo de 2010

El Scallywag varado


El 21 de diciembre traje el Scallywag desde el río Orwell, donde lo compré, a su nuevo hogar en Tollesbury. Desde después de navidad me he dedicado al bricolaje náutico, arreglando algunas cosillas, pensando cómo arreglar otras y enterándome poco a poco de cómo funciona todo. Ha habido que sacarlo del agua, pues había que cambiar la pieza que impide que entre agua por el agujero por el que el eje de la hélice atraviesa el casco. Además había que poner en la obra viva la patente que evita que se cubra de algas y moluscos. Había pensado hacer todo esto en un fin de semana, con el barco colgado de la grúa, pero estas cosas siempre se complican.

Al verlo fuera del agua me encontré con que la patente del año anterior estaba cubierta de una capa de barro muy difícil de quitar. El dueño anterior tenía el barco en un amarre en el que sólo estaba a flote con marea alta. El resto del tiempo descansaba sobre el barro, que había pasado a formar parte integral de la patente, y en algunos puntos del propio casco. Además, la orza de hierro fundido tenía algunos puntos de óxido. Ni el barro ni el óxido son problemas serios, pero decidí afrontarlos ahora, y desde entonces les he dedicado gran parte de mis fines de semana. A pesar del frío y la fatiga no me ha importado hacerlo. Creo que no lo he hecho muy bien, pero estoy aprendiendo. Ayer terminé, y la verdad es que daba gusto verlo, todo reluciente, en el primer sol que parecía querer calentar un poco después de un invierno largo y despiadado. Mañana lo vuelven a meter al agua, que es donde debe estar. Ahora a navegar.

lunes, 1 de marzo de 2010

Indio fino

El sábado fuimos a cenar a Tamarind, un restaurante indio en Mayfair que acaba de recibir su primera estrella de Michelin. Mayfair es una zona de lujo y opulencia escalofriantes. Enfrente de las tiendas de ropa no es raro ver filas de Rolls y Bentleys con sus chóferes esperando a que las señoras hagan sus compras. Tamarind no desentona en este ambiente, aunque da la impresión de ser un restaurante dirigido a comensales que no suelen ir a sitios de ese nivel y están haciendo un esfuerzo económico para una ocasión especial.

La comida no es mala. Algunas cosas estaban bastante buenas, especialmente un entrante de garbanzos y una brocheta de rape con unas especias muy ricas. La preparación es indudablemente mejor que en muchos sitios, pero dadas las pretensiones del establecimiento tengo que decir que no era perfecta: el rape estaba un poquitín demasiado hecho, y las gambas demasiado poco. Además los platos daban una impresión un poco irritante de falta e espontaneidad, como si el objetivo principal del chef fuera marcar claramente las distancias con los indios de batalla. Bebimos un Rully muy bueno, pero cuando pedimos la segunda botella nos dijeron que se les había acabado y nos recomendaron un vino de Sudáfrica sin demasiada gracia. El servicio era atento y eficaz, pero ignorante, sin ideas claras sobre el tipo de trato que se espera en un restaurante de esa categoría. Pagamos casi trescientas libras por cuatro personas.

Si lo hubiera elegido yo, sé que me hubiera amargado la velada el claro desajuste entre precio y pretensiones, por un lado, y calidad y profesionalidad, por el otro. Pero lo habían elegido nuestros amigos y eso siempre te da la buena voluntad de cuando vas de invitado a la casa de otro, así que lo pasé bien, disfrutando de la conversación y del espectáculo sociocultural. No he ido a muchos restaurantes con estrellas de Michelin. Este es el primero que me decepciona.

lunes, 8 de febrero de 2010

Concierto de la Philharmonia


El jueves fui a ver en el Royal Festival Hall a la Philharmonia, una de las orquestas de Londres. Tocaron el concierto para orquesta de Bartók, el concierto para violín de Stravinsky y Dance Figures, del compositor inglés George Benjamin. El director era Esa-Pekka Salonen y la solista Viktoria Mullova.

El concierto de Stravinsky parecía proporcionar el núcleo estilístico del programa. Pertenece a su época neoclásica, de estudiada frialdad y distanciamiento antisentimentalista. Yo no conozco esta época de Stravinsky bien. El verano pasado oí Pulcinella y no me pareció que me perdiera gran cosa, pero con el concierto para violín lo pasé muy bien. Que la música no intente expresar nada me parece estupendo, siempre que evite caer en la frivolidad, y creo que esta obra lo consigue. Daba gusto dejarte llevar por la fluidez, precisión y elocuencia de las frases del violín. El concierto para orquesta de Bartók parece estar más cerca del formalismo del Stravinsky neoclásico que de la intensidad de los cuartetos de cuerda del propio Bartók. Es una obra espectacular y brillante que utiliza la orquesta con originalidad y soltura. De Benjamin nunca había oído hablar. Oyendo Dance Figures hubiera jurado que era un discípulo aventajado de Stravinsky, pero resulta que es más o menos de mi edad y subió al escenario a recibir aplausos. Su composición no desmerecía a las otras dos, y de lo único que se le podría acusar es de no haber sido escrita setenta años antes.

El Royal Festival Hall es parte de un complejo cultural en la margen sur del Támesis construido en los años cincuenta en un estilo agresivamente moderno. No es bonito ni pretende serlo, pero es un edificio digno y eficaz. Acaban de rediseñar el interior para mejorar la acústica. Las vistas del río desde el vestíbulo son majestuosas.

miércoles, 3 de febrero de 2010

Un profeta


Un profeta, la nueva película de Jacques Audiard, es una obra maestra. El profeta es un delincuente juvenil de origen magrebí que acaba de llegar por primera vez a la cárcel de adultos. Sus acciones durante los cuatro años de su condena cambian el mundo: el viejo orden de los mafiosos corsos se derrumba para abrir paso al nuevo régimen de los prisioneros musulmanes. Es un cambio que tenía que ocurrir, pero para que la historia avance tiene que haber personas que se conviertan en sus instrumentos, y Malik, el profeta, hace lo que hay que hacer para que pase lo que tiene que pasar.

La historia es amena, tensa y conmovedora. Está contada con brillantez técnica, en el mismo estilo directo, elocuente y fluido de De battre mon coeur s'est arrêté, otra película excelente de Audiard. Sin embargo, lo que eleva a Un profeta por encima de otras buenas películas es el personaje principal. Malik llega a la cárcel sin nada, sin amigos ni fuera ni dentro y sin ataduras ideológicas o culturales. Cuando los carceleros le preguntan si come cerdo no sabe qué responder. No parece haberlo pensado. Cuando preguntan por su lengua materna no entiende qué quieren decir.

En seguida se ve involucrado en situaciones en las que tiene que actuar, y actúa. No es ni bueno ni malo, ni egoísta ni altruista. Esas etiquetas no tienen una aplicación clara a las decisiones que tiene que tomar. Simplemente hace lo que tiene que hacer. Sus acciones poco a poco establecen una red de vínculos con el mundo que le rodea que le dan el poder de cambiar las cosas. Y cuando se presenta la oportunidad usa ese poder y cambia el mundo.

Malik es un nuevo tipo de héroe. No pretende alterar el curso de los acontecimientos para adecuarlos a su voluntad. Simplemente hace lo que cada situación requiere de él, no por ser quien es, pues no es nadie, sino por estar donde está. Aunque ahora que lo pienso esto no tiene nada de nuevo. La capacidad de percibir lo que cada situación requiere de ti es, tengo entendido, lo que Aristóteles llamaba areté, y ahora traducimos, no sin distorsión, como virtud. Si esto es así, a pesar de las referencias bíblicas de la película Malik es en realidad un héroe aristotélico. En cualquier caso, con Aristóteles o sin Aristóteles, es un héroe de los míos.

miércoles, 6 de enero de 2010

Película de espías


Durante nuestra visita navideña a Madrid fuimos a ver Garbo: El espía. Es un documental sobre una historia fascinante: un español normal y corriente, de nombre Juan Pujol, que pasó la segunda guerra mundial como doble agente. Los alemanes creían que espiaba para ellos en Inglaterra, pero él, a las órdenes del servicio secreto británico, se dedicaba a darles información falsa. El engaño parecía tener dimensiones descomunales. Se inventó una red de veintitantos subagentes ficticios por toda Inglaterra que le proporcionaban la información que él mandaba a Alemania. Al principio ni siquiera había estado en Inglaterra: redactaba sus informes inventados desde Portugal, basándose en lo que leía en bibliotecas públicas.

Según el documental, Pujol tuvo una influencia decisiva en el curso de la guerra, pues sus informes convencieron a los alemanes de que el desembarco de Normandía era una maniobra sin importancia para encubrir el verdadero intento de invasión, que ocurriría en otro sitio. Los alemanes nunca dejaron de creer a Pujol. Cuando la guerra ya había terminado se entrevistó en Madrid con su contacto, que le pidió disculpas por el fracaso y le entregó una gran suma de dinero como recompensa por los servicios prestados. Todavía según el documental, Pujol fue la única persona que recibió la Cruz de Hierro y la Orden del Imperio Británico.

Si la historia es inmejorable, el documental deja bastante que desear. Consiste en una serie de entrevistas a dos historiadores, a la Condesa de Romanones y a un sujeto peculiar, intercaladas con escenas alusivas de películas de guerra y alguna que otra imagen documental de la época. Las únicas imágenes interesantes muestran a Pujol en los años ochenta, ya viejo, en un viaje a Inglaterra para recibir su condecoración, acosado por veteranos ingleses que querían estrechar su mano y conmovido en un cementerio militar de Normandía.

Al final de la película tienes la sensación de no conocer a Pujol en absoluto, de no entender sus motivaciones ni cómo una persona tan común como él pudo conseguir tal hazaña. A lo mejor no hay nada que entender: a un hombre como otro cualquiera una vez le salió muy bien una cosa. Fin de la historia. Lo demás es distorsionar la realidad con trucos narrativos que crean expectativas equivocadas y dañinas sobre cómo funciona la vida humana.

La vimos en el Cine Verdi, en Bravo Murillo. Al encenderse las luces después de una película siempre me cuesta unos segundos recuperar mi vida. Cuando voy al cine en Madrid estos momentos de desconcierto tienen un significado especial. Siempre me pilla un poco de sorpresa cuando me doy cuenta de que estoy de visita.