lunes, 27 de abril de 2009

Picasso desafiando el pasado


El viernes fuimos a ver la exposición de Picasso en la Nationa Gallery. Es una versión reducida de la que hubo en París hace unos meses. También tiene como tema las conexiones entre Picasso y la tradición pictórica que le precede. En la exposición de París, que no vi, los cuadros de Picasso estaban colgados al lado de cuadros de pintores anteriores. En esta no. Los cuadros están organizados por motivos: autorretratos, bodegones, musas, versiones de otros pintores... Hay muchos motivos, y en cada motivo hay una variedad inusitada de estilos. Viéndolos así todos juntos parece increíble que sean el producto de una sola vida humana. La variedad se corresponde en gran medida con el paso del tiempo pero también pintaba simultáneamente en estilos muy diferentes. Hay un retrato naturalista de su mujer junto a otro contemporáneo de su amante en el que el cuerpo surge de una serie de brochazos circulares. Hasta cierto punto esta riqueza estilística llama más la atención que la calidad de las obras concretas: en comparación con la hazaña de abrir tantos caminos, pintar uno de esos cuadros parece cosa de nada. Pero esta impresión es incorrecta. Muchos de los cuadros son maravillosos, imágenes inolvidables que revelan verdades. Ojalá pudiera ir más veces y verlos con tranquilidad.

Historia del saxofón II: La pachanga

Al poco de unirme a la Q.Q.E.T. Band, Pablo, el batería, empezó a tocar en un grupo de pachanga, y un día me dijo que su grupo buscaba un saxofonista. En Zaragoza en aquella época había muchos grupos de pachanga. Se dedicaban a amenizar los bailes de las fiestas de los pueblos de Aragón, con repertorios que iban por necesidad desde los pasodobles y los boleros para los abuelos hasta los últimos éxitos del pop-rock para los jóvenes. Las canciones en inglés se cantaban con fonemas carentes de significado que al cantante le sonaban como el original. A veces también teníamos que tocar en la procesión, o en la novillada. Los músicos de estos grupos eran por lo general gente sin estudios de orígenes humildes, que de no ser por su talento musical, a veces notable, estarían trabajando en el campo o en un taller. Se sentían orgullosos y afortunados de pertenecer a una elite de artistas. En los pueblos siempre teníamos un grupo de admiradores entre los jóvenes que nos hacían sentir como embajadores de la modernidad. Era una existencia noctámbula. Normalmente, después de tocar, desmontar el escenario y cargar la furgoneta en algún rincón perdido del campo aragonés, cuando llegábamos a Zaragoza ya era de día. Dormíamos unas horas y salíamos para el siguiente pueblo. Cuando no tocábamos era difícil no mantener este horario, pero yo tenía que ir al instituto. Cuando llegaba a clase los lunes por la mañana, a menudo sin haber dormido, me sentía que venía de otro planeta.

Empecé a ensayar con el grupo de Pablo en un sótano del Barrio de la Química, pero acabé en otro grupo con el que compartían el local. No me acuerdo cómo se llamaba ni cuánto tiempo estuve con ellos. Quizás una temporada. El grupo constaba de dos chicas que bailaban y cantaban, un teclista muy gracioso que cantaba muy bien, guitarra, bajo, batería y yo. Todo era muy hortera. Actuábamos con unos monos azules brillantes. Recuerdo conversaciones en la furgoneta volviendo a casa de madrugada que todavía me dan dentera. Un día el manager del grupo, que era el novio de una de las cantantes, me anunció sin más que ya no necesitaba un saxofonista. Yo me llevé un gran disgusto: por fin se habían dado cuenta de lo malo que era.

Casi inmediatamente entré en otro grupo de pachanga, llamado Nueva Sensación, que es del que más y mejores recuerdos tengo. Nueva Sensación también tenía un manager que era novio de la cantante. Eran una pareja extraña pero afable. Ella cantaba muy bien. El resto del grupo era gente encantadora: Domingo, el batería, Alberto, el bajo, Falupo, el guitarra y Daniel, un budista sensible y complejo que tocaba la guitarra y la trompeta. No eran ricos ni cultos pero tampoco eran típicos músicos de pachanga. De algún modo habían adquirido un aire cosmopolita y sofisticado. Tocaban pachanga, no por vocación, sino porque era la única manera, de momento, de vivir de la música. Pasé uno o dos años en su compañía, apretados en la furgoneta de pueblo en pueblo, hablando, riéndonos y soñando. En invierno solíamos tocar los fines de semana, en verano casi todos los días. No recuerdo haberme sentido nunca tan a gusto con otro grupo de gente. Justo después de acabar la temporada de pachanga del 82 me fui a Madrid a estudiar y dejé atrás todo esto. Unos meses después vinieron a Madrid un fin de semana, no sé a qué. Nos vimos una noche y acabamos inevitablemente en la furgoneta, hablando hasta muy tarde, pero ya no era lo mismo.

Nueva Sensación en una foto de promoción, al gusto de los representantes de artistas para pueblos:


Aquí actuando en un pueblo. La foto la hice yo durante una canción sin saxo, con la cámara reflex que me acababa de comprar con los ingresos de la pachanga. En las sesiones de tarde a veces no nos poníamos el traje:

sábado, 25 de abril de 2009

Ciudadanos británicos


En el mostrador de recepción una señora muy simpática que nos había ayudado con el papeleo marcaba en la lista a los que iban llegando. A la hora convenida nos subieron a una sala de juntas en el primer piso, de arquitectura y decoración de los setenta, como todo el edificio, barato y feo, pero bien cuidado. Fueron llamándonos uno a uno para que entráramos en el salón. Cada uno tenía un asiento asignado con una etiqueta de impresora con su nombre y una tarjeta con el texto del juramento o la promesa. El estrado estaba vacío. Nos recibió una foto de la reina en un caballete al lado de una bandera británica. Al rato llegó un funcionario del ayuntamiento con una chaqueta y una corbata que no llevaba cuando los vimos unos minutos antes en el mostrador de atención al público. Nos dijo que la alcaldesa de Haringey estaba al llegar y que a la entrada había te y café.

Cuando llegó la alcaldesa, el funcionario nos pidió que nos levantáramos para recibirla. La alcaldesa nos dio un discurso breve y acertado sobre la tolerancia y la diversidad en Haringey, donde, según nos dijo, se hablan más de doscientas lenguas y dialectos. También nos dijo que su propia familia venía de la República de Trinidad. Luego el funcionario pidió a los que estaban sentados a su derecha, que iban a jurar, que se levantaran y dijeran uno a uno su nombre completo en voz alta. Luego les pidió que repitieran detrás de él las palabras del juramento. A continuación hizo lo mismo con los que estábamos sentados a la izquierda, que íbamos a prometer. Después nos llamaron uno a uno para que la alcaldesa nos diera el certificado de naturalización y nos hicieran una foto con la alcaldesa y el certificado delante del retrato de la reina y la bandera. Nosotros éramos los primeros y el fotógrafo no estaba listo. Cuando por fin se preparó le dijimos que no hacía falta que se molestara.

Ver a los demás recibir sus certificados producía cierta alegría, cada uno de un rincón distinto del planeta; nosotros, los españolitos, los menos exóticos. Un joven llevaba una camiseta en la que ponía “Everyone loves a Turkish boy”. A todo el mundo le hizo gracia, y el funcionario hizo una broma, pero el chaval cuando posó para la foto se puso de lado para que no se viera la inscripción. También nos dieron una bolsa con regalos, como las que dan aquí en los cumpleaños de los niños, con una banderita de papel, un mapa de Haringey, un llavero del ayuntamiento, un vale para un polideportivo municipal e instrucciones sobre cómo solicitar el pasaporte. Por último nos pidieron que nos levantáramos una vez más para que nos aplaudiéramos a nosotros mismos y escucháramos el himno nacional. Yo tenía miedo de que esperaran que lo cantáramos, pero ni en la grabación ni en la sala cantaba nadie. Supongo que el que más y el que menos todos los que estábamos allí teníamos sentimientos encontrados sobre el paso que estábamos dando. Tenemos que estar agradecidos a la alcaldesa y a sus funcionarios por la delicadeza con que resolvieron la papeleta.

jueves, 23 de abril de 2009

Historia del saxofón I: Comienzos

Empecé a tocar el saxofón en 1979, a los quince años. No sé cómo se me ocurrió la idea. A lo mejor por los solos de saxo en La cara oculta de la luna. La verdad es que no me acuerdo. El caso es que me matriculé en el conservatorio de Zaragoza, que entonces estaba en un piso en el Coso, y después de un año de solfeo empecé a estudiar saxofón. Mi primer saxofón fue un tenor plateado de segunda mano marca Montserrat que vimos en un anuncio del Heraldo de Aragón. Me lo compró mi madre más o menos a espaldas de mi padre. Mi profesor de saxofón en el conservatorio era un clarinetista militar afable. Estudiábamos el método de Klosé. En el conservatorio de Zaragoza, el saxofón no tenía el carisma de instrumentos más tradicionales. Pertenecía al mundo rural, militar y casposo de las bandas, muy alejado de la sofisticación clásica del piano o el violín, que es lo que estudiaban los niños y niñas de buena familia.

A los pocos meses de empezar a tocar, me metí a un grupo. Hasta que llegué yo, eran dos guitarras, un bajo y un batería. Los conocí porque uno de los guitarras iba a mi instituto, un año por encima de mí. Ensayábamos en el sótano de un hostal que era de los padres del bajista. Tocábamos una especie de blues-rock enfocado a la improvisación virtuosística de los guitarras. Ellos eran muy buenos y yo muy malo. No es falsa modestia. No sé por qué me cogieron. Hicimos algunas actuaciones. Una vez tocamos en el Pakos 2, que era uno de los bares donde iba con mis amigos. Eso me dio mucho prestigio. Cuando empezamos a actuar en público necesitábamos un nombre. Nos llamamos La Q.Q.E.T. Band, no sé por qué. No nos gustaba mucho, pero no se nos ocurría otro mejor.

Esta foto es de una actuación en un instituto de Zaragoza, probablemente mi primera actuación en público, creo que en 1980.

martes, 21 de abril de 2009

Hampstead Heath


El domingo salió el sol y fuimos de picnic a Hampstead Heath. Hampstead Heath es una de las joyas del norte de Londres. Es un trozo de campo inglés en medio de la ciudad, con colinas cubiertas de praderas y bosques, y algunos lagos y riachuelos. Todo está muy bien cuidado, pero sin ningún tipo de simetría ni artificio visible. El objetivo de los jardineros es que no se note su intervención. Hacia el sur está Parliament Hill, con vistas fabulosas del centro de Londres. El extremo norte lo ocupa Kenwood House y su finca. Kenwood House es una mansión preciosa del siglo XVII reformada en el XVIII. Está abierta al público y contiene una colección de pintura pequeña pero impresionante, con un autoretrato de Rembrandt y un Vermeer. Se dice pronto. Detrás de la casa una ladera desciende hasta un lago, como un anfiteatro natural. Allí comimos nosotros. En verano ponen un escenario en el lago y hacen conciertos al aire libre. En cuanto empieza el buen tiempo Hampstead Heath se llena de gente de los barrios que lo rodean. Por lo general es gente pudiente, elegante, cosmopolita, ilustrada y moderadamente bohemia. Da gusto verlos.

lunes, 13 de abril de 2009

El distrito del pico


Hemos pasado el puente de Semana Santa de excursión en el Peak District, que es un parque nacional entre Derby, Sheffield y Manchester. El pico que da nombre a la zona no es una cima concreta, sino el conjunto de montes y colinas que la ocupan. Hacia el norte está el Pico Negro, que es una zona de páramos inhóspitos, y hacia el sur el Pico Blanco, con un paisaje de suaves colinas y valles frondosos y amenos. Yo había estado en el Pico Negro hace años con un filósofo de Sheffield. Al pico blanco no había ido hasta este fin de semana.

Nos hemos alojado en una casa de vacaciones en Matlock, una ciudad al borde del parque nacional completamente entregada al turismo de batalla. Hemos pasado los tres días paseando por el campo, por los riscos que se alzan sobre Matlock y por dos de los valles más famosos de la zona: el Doveale y la pista de Monsal, en el valle del río Wye. Son paisajes idílicos, de una belleza delicada, sin el dramatismo de las montañas de verdad.

Andar por el campo en Inglaterra es en general una delicia, pero hay que ir preparado, con un buen mapa y una ruta estudiada. Aquí no hay campo que no sea de nadie, así que siempre andas por fincas privadas, y tienes que tener cuidado de no salirte de las rutas sujetas a servidumbres de paso, claramente marcadas en los mapas, pero no siempre fáciles de identificar sobre el terreno. Nosotros en esta ocasión no íbamos preparados para este tipo de excursión, así que nos hemos tenido que ceñir a rutas frecuentadas por multitudes de domingueros con sus perros, que neutralizaban con su presencia cualquier beneficio espiritual que hubiera podido recibir del contacto con la naturaleza.

A pesar de su ambiente bucólico, esta zona fue la cuna de la revolución industrial. Los valles están salpicados de minas y de fábricas establecidas en el siglo XVIII. Nosotros visitamos una mina de plomo al lado de Castleton. La visita consistía en un paseo en barca por una galería inundada.

Justo antes de volver a Londres nos desviamos para visitar la cueva de Thor, un espacio grandioso con vistas espectaculares del valle del Manifold que se extiende a sus pies. Dejamos el coche en la aldea de Wetton. El paseo desde allí hasta la cueva, por una pradera silenciosa y apacible, fue lo mejor del viaje con diferencia.


jueves, 9 de abril de 2009

Los minutos de Siobhan Davies

Ayer fui a la galería de Victoria Miro para ver una exposición que incluía una representación coreografiada por Siobhan Davies. Esta galería tiene un gran renombre en el ámbito del arte contemporáneo londinense, que yo sólo conozco como espectador ocasional. Ocupa dos edificios contiguos en una de esas zonas de Londres que habían sido polígonos industriales en el siglo XIX pero la desindustrialización y las bombas alemanas habían convertido en ciudades fantasmas, hasta que los artistas, y luego los yuppies, repararon en el potencial y el carisma de edificios que habían alojado en su día almacenes y fábricas. Londres está lleno de barrios así, sobre todo hacia el este y en torno a lo que era hasta hace no mucho tiempo el puerto comercial. Los resultados son a menudo excelentes. La galería de Victoria Miro es un buen ejemplo de este proceso de reconversión.

La exposición que fui a ver consistía en una serie de obras del género instalación, todas agradables e interesantes. La que más me gustó fue una obra de Sarah Sze, consistente en un gran número de pequeños objetos colocados en el suelo, en una esquina, como un mundo en miniatura.

Pero lo que yo iba a ver era una obra de la coreógrafa Siobhan Davies que se representaba continuamente durante las horas de apertura de la exposición. Davies es una de las coreógrafas más prestigiosas de este país. La representación tenía lugar en una sala inmensa y llena de luz en un ático añadido a uno de los edificios de la galería. Los bailarines eran dos parejas y un hombre solo, además de la propia Davies, que observaba la representación desde una esquina como un espectador más, excepto que tenía un cronómetro en la mano y contaba los minutos en voz alta, aunque no parecía importarle si se le oía o no. Los bailes eran bellísimos. Exploraban gestos corporales, interrumpidos repentinamente, repetidos muchas veces, invertidos y descontextualizados hasta que adquirían una vida independiente de su significado original. Las palabras de los bailarines recibían un tratamiento similar, con textos leídos tan rápido que no se podían entender, y frases con las palabras recombinadas aleatoriamente. El resultado es sin duda una gran obra de arte, seria y profunda, a pesar de su tono desenfadado y distante. Te ayuda a entender algo, no sé qué.

En resumidas cuentas, son cuarenta y tantos minutos, contados por la coreógrafa, de danza de la que a mi me gusta, representada a escasos metros de mi en un espacio maravilloso. Y además gratis. Si no se acabara hoy iría más veces.

martes, 7 de abril de 2009

Músicos jóvenes

Anoche fuimos a un concierto en el Wigmore Hall, parte de una serie dedicada a la promoción de músicos jóvenes. Los intérpretes eran un dúo de saxofón y piano y un conjunto vocal.

La saxofonista era Hannah Marcinowicz. Nunca había oído hablar de ella. Me pareció excelente: técnica brillante, entonación impecable y musicalidad perfectamente medida. Tiene un tono muy limpio aunque un poco apagado, más de músico de orquesta que de solista. Se disolvía completamente en los harmónicos del piano.

El programa era un tanto heterodoxo, sin ninguna de las obras centrales del repertorio. Empezó con la Fantasie sur un thème original de Demersseman. Es una obra de 1860, cuando el saxofón estaba en su infancia. Marcinowicz la tocó brillantemente, y empezar el recital así me pareció una buena manera de establecer las credenciales del saxofón en la tradición clásica sin recurrir a una adaptación. A continuación tocó Syrinx de Debussy, escrita originalmente para flauta, y adaptada al saxofón por Londeix. Es una obra libre y meditativa, de gran belleza. Suelo ser reacio a las adaptaciones de otros instrumentos, pero ésta no me importa demasiado. Desde luego es mejor que la obra que escribió Debussy para saxofón. Luego tocó Leonardo’s dream, de Giles Swayne, una obra que encargó Marcinowicz y estrenó ella misma el año pasado. Es música elocuente y amena, sin artificios estilísticos ni chantajes emocionales, como a mi me gusta. Después del grupo vocal, Marcinowicz cerró el concierto con otra adaptación respetable, esta vez de una pieza para piano de Grieg, y la Pièces caractéristiques en forme de suite, de Pierre-Max Dubois, una obra excelente que no conocía, brillante e irónica (Dubois era discípulo de Milhaud). Marcinowicz la tocó con energía desbordante que no parecía costarle ningún esfuerzo. Para el bis que le exigimos tocó el segundo movimiento de los Tableaux de Provence, de Maurice, como para recordarnos que también se sabe el repertorio estándar. Justo es la obra que estoy tocando estos días. La tocó con cierta frialdad. A lo mejor tiene que ser así.

El grupo vocal se llamaba Juice. Constaba de dos altos y una soprano. Yo no conozco el medio ni su repertorio. Cantaron piezas recientes, de un estilo bastante uniforme, quizás minimalista, cargado de ironía, un poco dado al alarde formal. Algunos de los compositores estaban entre el público. Las armonías que producían con sus voces eran bellísimas, un poco hipnóticas e intoxicantes. El programa incluía el estreno mundial de Simple songs for modern life, de Gabriel Prokofiev. Gabriel, nieto de Sergei, fue alumno mío en Birmingham. Cómo pasa el tiempo.

Dibujo del natural

El miércoles por la noche fui a una sesión de dibujo del natural. Sólo había ido otras dos veces antes, ya hace varios meses. Son en el local de una asociación de vecinos de Hampstead. Las organiza una señora francesa muy agradable, discretamente bohemia. Va gente de muchos niveles. Yo soy de los peores, pero creo que no llamo la atención. Algunos son impresionantes. La sesión dura un par de horas, empieza con unas poses de cinco minutos que luego se van alargando, para terminar con una larga, de unos cuarenta minutos. La modelo esta vez era una joven rellenita, simpática y natural, de aspecto eslavo.

Dibujar, en general, consigue absorberme completamente. Mientras dura no existe nada más que un fluir misterioso desde las cosas que ves hasta las líneas que trazas. El efecto es especialmente intenso cuando lo que ves, en vez de un árbol o una grapadora, es un cuerpo humano plantado ahí, a un par de metros.

Desgraciadamente, además de la actividad en sí queremos resultados. Dibujar no es agradable si los dibujos que haces no te gustan. En esto hay un cierto margen para el autoengaño, pero a veces funciona y a veces no.

El dibujo, como ya han observado otros, es una de esas actividades en las que un principiante puede sorprenderse a sí mismo con resultados que se habría creído incapaz de conseguir. Las dos primeras veces que fui a dibujar del natural salí con esa sorpresa. Esta vez no. Esta vez he salido decepcionado y enfadado. El dibujo que hice en la pose larga todavía me pone de mal humor cada vez que me lo imagino. Me temo que con el dibujo, como con otras cosas, he llegado hasta el nivel que se puede alcanzar sin ningún talento y sin apenas esfuerzo, y ahí me voy a quedar. No sé qué hay de malo en esto, pero sé que no me gusta.

Este es el primero que hice. Luego fui de mal en peor: