miércoles, 23 de junio de 2010

Tenerife


Hemos pasado una semana de vacaciones en Tenerife. Estábamos alojados en una casa rodeada de viñedos, en una ladera que se precipitaba sobre el mar, unos quinientos metros más abajo. La vista constantemente cambiante del océano infinito, el cielo y las nubes era el mejor espectáculo que puedo imaginar. Las nubes a menudo dejaban el escenario para mezclarse con los espectadores: mis hijos jugando en la piscina escondidos detrás de una nube.

Subimos al Teide, primero en el teleférico, y luego por el sendero Telesforo Bravo. Damián, que no cumpliría ocho años hasta el último día de las vacaciones, anunció su intención de ser el primer miembro de la familia en alcanzar la cima, y lo consiguió sin dificultad. Yo estaba sufriendo por la falta de oxígeno, y me tenía que parar cada tres o cuatro pasos a respirar. En la cima del Teide el agua hierve a 85 grados. Cuando bajamos me di un largo paseo con Clara por el paisaje extraterrestre de los Roques de García.

Un día fuimos a Garachico y a Punta de Teno, y otro a Anaga y a la playa del Roque de las Bodegas, a ver el mar inocente y terrible abalanzarse sobre las rocas volcánicas, una y otra vez, por toda la eternidad.

Dedicamos otros dos días a visitar el Loro Parque y Siam Park, dos recintos espantosos que parecen lanzar un desafío resentido a la belleza salvaje del resto de la isla. Piedra falsa, olas falsas, arquitectura étnica falsa… Los neoplatónicos que pensaban que el mundo material era un simulacro se debían de sentir constantemente como yo me sentí en esos sitios. No sé cómo lo aguantaban.

Comimos muy bien un par de veces. Una en Garachico, en un restaurante llamado Casa Gaspar, de aspecto muy poco prometedor pero con una cocina excelente. Yo comí de primero un pisto con patatas y berenjenas inolvidable. De segundo pedí alubias con almejas, pero cuando me estaba comiendo el pisto salió el cocinero a decir que acababa de abrir las almejas y la mayoría estaban malas, y si me importaba que añadiera mejillones. No sé si fue gracias a los mejillones o a pesar de ellos, pero el resultado final era de saltársele a uno las lágrimas. Tampoco puedo dejar de mencionar unas croquetas que se comieron mis hijas. Las croquetas a mi no suelen impresionarme, por muy caseras que sean, pero estas venían de otro mundo.

También comí bien en la Cuadra de San Diego, un restaurante ubicado en las antiguas cuadras de la finca de viñedos que rodeaba nuestra casa, aunque ahora la casa está separada de las cuadras por la autovía que parte la finca en dos. Es un sitio precioso y acogedor, en el que se come de raciones, sin estructura. Se me quedaron grabados sus huevos estrellados.

Concluyo el capítulo gastronómico con el Bar Playa Casa África, una especie de merendero enfrente de la playa del Roque de las Bodegas. Es un sitio de los que ya no quedan, donde comes lo que te dan. Lo que nos dieron fue una ensalada que además de los ingredientes habituales tenía fresas, kiwis y cosas así, y luego pulpo en salsa y abadejo frito. Este tipo de comida en este tipo de sitio suele ser mediocre tirando a mala, pero aquí todo estaba riquísimo.

Cuando Colón paró en las Canarias en Septiembre de 1492 antes de cruzar el Atlántico estuvo en La Gomera. Tenerife y las otras islas grandes todavía estaban en manos de los guanches. Los pueblos del norte de Tenerife todavía dan un poco la impresión de que los españoles acabamos de llegar, trayendo nuestros viñedos, nuestras tascas y nuestras costumbres a un sitio exótico y remoto. El resultado es un ambiente mágico, como de sueño. No me importaría volver.

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