Unos amigos de unos amigos, también padres y madres de familia de mediana edad, tocan juntos música pop en sus ratos libres. La semana que viene van a tocar un par de canciones en una fiesta vecinal de por aquí, y me han invitado a tocar con ellos. El otro día fui a un ensayo, en el cuarto de estar de uno de ellos. Tres mujeres cantando, tres hombres tocando guitarras, un bajo, un batería y un número indeterminado de hijos preadolescentes de éstos tocando diversos instrumentos.
Hacía, digamos, un cuarto de siglo que no me encontraba en esta situación. Me sentí inmediatamente transportado a tantas y tantas sesiones en sótanos, garajes y almacenes de los barrios de Zaragoza y Madrid: los mismos gestos y actitudes, ahora cubiertos de una fina capa de modestia en reconocimiento de las barrigas y las calvas. El repertorio consiste en un par de canciones country y el Monkey Man de los Specials. Daba gusto ver a las chicas cantar, gesticular y bailar poseídas por la música, una de esas cosas que son buenas sin más.
Desde ese día no dejo de imaginarme a mí mismo dando brincos en un escenario al ritmo de Monkey Man, sin que nada más importe durante unos minutos. No está claro si el que me imagino en este trance es el que soy ahora o el que era hace veinticinco años, pero estoy convencido de que el que soy ahora no debería hacerlo, no porque esté mal ni porque vaya a hacer el ridículo, sino sólo por que sé que me dejaría mal sabor de boca. Si no te andas con cuidado, la distancia del pasado puede llenarte de tristeza.
viernes, 12 de junio de 2009
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