jueves, 25 de junio de 2009

800 saxofones

El domingo, solsticio de verano, participé en un acontecimiento musical extraordinario: la interpretación de una composición para ochocientos saxofones. La obra se llama El Leviatán. El compositor, el saxofonista John Harle, la describe como un intento de curar a la City de Londres de su crisis de confianza. Conmemora además el ochocientos aniversario del primer Puente de Londres hecho de piedra (hasta entonces eran de madera).

El Leviatán empezaba con cuatro coros independientes de doscientos saxofones. Cada uno de ellos partía del punto donde se encontraba, hasta su demolición en el siglo XVIII, una de las puertas del recinto amurallado de la ciudad: Aldgate, Bishopsgate, Ludgate y Moorgate. Desde allí cada grupo iniciaba una procesión independiente por las calles de la City, acabando todos juntos en el Puente de Londres. La música durante la procesión era una cacofonía deliberada, representando las fuerzas del caos que pretendíamos exorcizar. Al llegar al puente, del caos surgía una armonía, para acabar con un unísono que se iba perdiendo a medida que cruzábamos al otro lado del río.

Es una idea un poco pueril, de un valor musical cuestionable, pero participar en el evento fue una experiencia maravillosa. Salí de casa temiendo que iba a ser el único en aparecer, pero según me iba acercando al punto de encuentro veía más y más maletas de saxofón, y al llegar había una verdadera multitud de gente de todas las edades, montando sus saxofones y sus atriles improvisados y repasando la partitura. Para los que no solemos tener contacto con otros saxofonistas, era como vernos en espejos un poco distorsionados. Las especificaciones básicas eran las mismas en cada caso, tanto en el ser humano como en el instrumento. Pero esta uniformidad venía acompañada por una variedad desconcertante tanto en los saxofonistas como en los saxofones y, a todas luces, en las historias personales que unían a los unos con los otros.

Por las callejuelas de la City hacíamos un ruido ensordecedor. Fundir tu propia melodía en ese torrente era un ejercicio místico. Luego, sobre el puente, el río, el viento y el espacio abierto parecían quitar importancia al estruendo de ochocientos saxofones de nada. Al terminar, todos estábamos un poco desorientados y conmovidos, sin saber muy bien lo que nos había pasado.

En este video salgo yo durante unos segundos, a partir de 5:09. Aquí van a colgar, cuando esté listo, un video un poco más profesional.


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