lunes, 22 de diciembre de 2008
El hombre de Londres
El sábado fuimos a ver El hombre de Londres, la nueva película del director húngaro Béla Tarr. La única película de Tarr que había visto hasta ahora es Las armonías de Werckmeister, una película maravillosa. El hombre de Londres también es excelente.
Es en blanco y negro, con claroscuros dramáticos de luz cegadora y sombras intensas. Es lenta, muy lenta. El director parece empeñado desde el principio en recalibrar tu percepción de la velocidad narrativa. La película empieza con un primer plano de la proa de un barco en el que la cámara asciende muy lentamente desde el nivel del agua hasta la cubierta. El trayecto dura alrededor de un cuarto de hora. El resto de la película transcurre a la misma velocidad. Tarr quiere que te tomes tu tiempo contemplando las escenas. Muchas son bellísimas, inolvidables: la proa del barco, los viajeros subiendo al tren, el callejón por el que el protagonista va del trabajo a casa, la comida en familia, la habitación en penumbra en la que el protagonista se echa a dormir, la disputa en la tienda de ultramarinos, el bar. Son escenas semiestáticas, más relacionadas con las artes plásticas que con la narrativa. Es un planteamiento similar al de los videos de Bill Viola, aunque visualmente sean profundamente diferentes.
A pesar de esto la película tiene una trama de intriga. El hombre del título llega a un puerto francés con una maleta llena de dinero robado. En una pelea con su cómplice éste cae al agua con la maleta y se ahoga. Un guardagujas de la estación del puerto, que ha presenciado la escena desde su caseta, saca la maleta del agua y la esconde. Poco después llega un detective inglés a investigar.
Desde luego el argumento no es un mero pretexto para la contemplación estética. Las reacciones de los personajes a los acontecimientosy las relaciones entre unos y otros están representadas con exactitud, y la narración presenta conflictos humanos fundamentales, en un tono mítico. De todos modos es innegable que el valor de la película no está en el desarrollo de la acción, sino en que te obliga a adoptar un punto de vista desde el que la vida resulta rara, casi irreconocible. Las rutinas cotidianas, como la cerveza en el bar, lavarte la cara o las disputas matrimoniales, se convierten en ritos extraños con una cualidad mística inesperada. Si el arte aspira a transformar tu manera de ver el mundo, El hombre de Londres es una gran obra de arte.
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