lunes, 23 de febrero de 2009

Esquiando en Panticosa


Hemos pasado la semana esquiando en Panticosa. Cinco días de sol sin apenas viento, después de semanas de nevadas intensas. Los monitores de esquí no recuerdan haber visto tanta nieve en Panticosa. No se puede pedir más. No íbamos a esquiar desde el 2005, y mi hijo de seis años no había esquiado nunca. Todo ha ido bien. Mi hija mayor ya esquía mejor que yo, la mediana esquía mejor que su madre y el pequeño ha aprendido que con una buena cuña se puede bajar cualquier pista. Yo iba con aprensión, temiéndome que mi cuerpo ya no iba a dar tanto de sí, pero parece que todavía vale.

El Valle de Tena está cubierto de cicatrices del desarrollo: dos pantanos, dos estaciones de esquí y miles de bloques de apartamentos construidos recientemente en un estilo montañés de pacotilla, con tejados de pizarra reluciente, losas de piedra regularmente irregulares cubriendo los muros de bloques de hormigón y carpintería exterior de madera barnizada en un tono pretencioso. Afortunadamente, estas agresiones no consiguen menoscabar la majestuosidad de las montañas. Los pueblos, a pesar del desarrollo turístico, también conservan cierta autenticidad. Cosas tan básicas como el sabor de los huevos o los tomates te recuerdan inesperadamente lo que nos perdemos en el mundo de las grandes superficies. Un día, al pasar por la calle vi una puerta entreabierta que daba a un sótano con un par de jamones colgados del techo y un barril de vino. Un hombre estaba llenando unas botellas del barril. Qué envidia.

Me gusta el Pirineo y querría conocerlo mejor. En mi vida itinerante a veces he necesitado sentirme ligado a un hogar espiritual. Como no tengo uno de verdad, tengo que inventármelo, y el Pirineo es uno de los sitios que más a menudo han jugado este papel en mi fantasía.

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