lunes, 9 de febrero de 2009

Revolutionary Road


El sábado fuimos a ver Revolutionary Road en el Muswell Hill Odeon. Normalmente no hubiera ido a verla, pero quería ver a Kate Winslet. Se ha hablado mucho de ella en los periódicos a raíz del número que montó al recibir un premio hace un par de semanas, y lo que leí sobre ella me pareció prometedor. Hasta ahora no había reparado en ella.

Kate Winslet no me defraudó. Es realmente una gran actriz. Les da cien vueltas a las demás estrellas de Hollywood. La película sí me decepcionó. Desde luego no es una película de Hollywood de las que me ponen de mal humor durante semanas, con su superficialidad insultante. Es una película seria, digna y honesta. Sin embargo tampoco es una obra de arte. Es demasiado directa y carente de poesía, sin la intensidad que la historia requiere. Mendes lo intenta, pero no lo consigue. Los toques de alto estilo que intenta no le funcionan: el baile sin música, los huevos revueltos… buenas ideas sobre el papel pero inertes en la pantalla.

Lo que sí hace Mendes de maravilla es lucir la belleza de su mujer, haciéndole llenar la pantalla con una presencia escalofriante. No es especialmente guapa, en el sentido comercial de la palabra, pero da igual, y es maravilloso que dé igual.

Un detalle agradable es el guiño que nos hace a los que no soportamos la convención de las películas americanas de que cuando una mujer está sentada en la cama desnuda se tape el pecho con la sábana, aunque no haya nadie más en la habitación que el hombre con el que se acaba de acostar. Desde luego no tan sublime como el de Truffaut en Tirez sur le pianiste, pero de todos modos loable.

Se ha hablado mucho de Richard Yates, el autor de la novela en que está basada la película. La verdad es que la historia consigue un tono de tragedia griega en los suburbios de Nueva York, con la ira desbordada, el baño de sangre y hasta un loco que dice las verdades. No sé nada de él. Tengo que leer algo suyo.

El cine estaba lleno. Cuando sólo quedaba por ocupar el asiento al lado del mío, entra en la sala el último espectador y se sienta a mi lado, absorto en su Blackberry. Era mi amigo Chris, con el que he navegado cientos y cientos de millas náuticas. ¡Qué casualidad!

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