La vela nos atrae a todos. No hay más que ver el uso generalizado de imágenes de veleros en la publicidad. Seguro que esta atracción es el resultado de muchos factores, pero no me cabe duda de que uno de ellos es el efecto que tienen sobre el cerebro las curvas de los cascos y de las velas hinchadas por el viento. Estamos programados para apreciar ciertas formas. Esta programación, que es la fuente del placer estético, tiene que ser el resultado de la evolución. Seguro que las formas que nos atraen son, o eran en su día, indicativas de la aptitud genética de una pareja potencial. La próxima vez que veas un velero fíjate y verás que tengo razón.
Bueno, pues como a todo el mundo a mí siempre me ha atraído la vela, aunque durante muchos años la única consecuencia de esta atracción fue un póster de un velero de regatas que tenía en la pared de mi cuarto en la adolescencia, al lado de otro con una foto de David Hamilton.
La primera vez que navegué en un velero fue en 1985. El padre de mi amigo Ardaan tenía uno en el IJselmeer, y nos llevó a los dos en un crucero de un par de días.
Un par de años después, un amigo de Ardaan llamado Jeroen se compró un barco de madera pequeño y antiguo, de cubierta abierta, y Ardaan, Jeroen y yo lo llevamos por canales desde el sitio en el norte de Holanda donde lo compró hasta su lugar de destino más al sur.
Cuando vivíamos en Michigan me apunté al club de vela de la universidad, que tenía una flota de 420s en un lago a las afueras de Ann Arbor, pero sólo fui a la primera clase. Eran los tiempos en los que quitarle unas horas a la filosofía todavía me hacía sentirme culpable.
Ya viviendo en Inglaterra, un verano que estábamos en Cambrils, mi tío Emilio y yo fuimos un día a navegar con mi primo Ferrán, en un velerito que tenía en el puerto de Garraf. Salimos a dar una vuelta por alrededor del puerto. Nos tiramos al agua los tres para bañarnos, con el barco a la deriva, sin pensar en poner la escalera. Al subir trepando nos cortábamos las piernas con las conchas de los moluscos que vivían pegados al casco. Luego, en el restaurante del puerto nos comimos una caldereta de bogavante, y luego otra, y bebimos todo el vino que quisimos. La ocasión pasó a formar parte de la mitología familiar, una de esas historias que siempre alguien acaba contando en las sobremesas de las comidas de familia, y los demás escuchan con agrado, aunque la han oído cientos de veces.
Me parece que ese día me di cuenta de que había sitio en mi vida para la vela. Ese otoño, al volver de las vacaciones, puse en marcha el proceso de convertirme en marinero.
jueves, 12 de febrero de 2009
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