Pasé las navidades en Zaragoza con mi madre. El mismo día de nochebuena le di un gran disgusto, pues aparecí en casa con un corte de pelo punk, de los primeros que se veían en Zaragoza. La gente por la calle se me quedaba mirando fascinada, sin dar crédito a sus ojos. Con esas pintas me uní a la expedición de esquí. Habíamos acordado que el autocar pararía para recogerme al pasar por Zaragoza, enfrente de Casa Emilio.
Pablo y sus amigos pertenecían a un ámbito burgués, madrileño y conservador en el que no habría esperado encajar. Sin embargo, por razones que aún no acabo de entender, me acogieron con los brazos abiertos y lo pasé en grande. Me llamaban Arapa, por el corte de pelo. Fui a esquiar otra vez con esta pandilla, creo que al año siguiente. Esta vez fuimos a Les Angles. En uno de estos viajes compartí apartamento con dos estudiantes de derecho engominados de no recuerdo qué ciudad de Castilla la Vieja. Uno era dirigente de las juventudes de Unión de Centro Democrático. Nos caíamos sorprendentemente bien.

Con uno de los amigos de Pablo me fui de vacaciones a Ibiza años después. A Pablo lo seguí viendo en el Conservatorio y en el Teatro Real hasta que me fui de Madrid. A veces me llevaba en su vespa a donde tuviera que ir. Nunca he pasado tanto miedo. Luego perdimos el contacto, pero hace un par de años una de mis cuñadas azafatas me dio una carta de un piloto que me conocía, y era Pablo. Ahora rebuscando con Google me entero de que sigue tocando el piano y componiendo.
A raíz de estos viajes, empecé a ir a esquiar a la sierra de Madrid, a veces con Nacho, a veces con Gracia, y a veces solo, siempre entre semana. Iba en Metro a Nuevos Ministerios vestido de esquiador y con los esquís y las botas a cuestas. Allí cogía el tren a Cotos. Unas veces esquiaba en el mismo Cotos y otras iba en autostop desde Cotos a Valdesquí. (Por cierto, me acabo de enterar de que la estación de Cotos lleva cerrada una década)
Cuando vivíamos en Estados Unidos fuimos a esquiar dos veces: una vez a Blue Mountain, en Ontario, y otra a Killington, en Vermont. Eran las primeras veces que esquiaba mi mujer, que venía en contra de su voluntad. Íbamos con compañeros míos del doctorado: Richard, Justin y Jodie, Manyul, Steve y alguien más. En Blue Mountain nos alojamos en un motel de película de carretera americana, todos en la misma habitación. Uno de los dos viajes, no sé cual, lo hicimos en el Chevy Nova de Richard. Desayunábamos en el coche, camino de las pistas, delicias que adquiríamos en un drive-thru McDonald’s. Nos reíamos mucho.

No volvimos a esquiar hasta el 2003, ya viviendo en Londres y con niños. Fuimos tres años seguidos a Formigal, aprovechando que mi hermano nos dejaba su apartamento en el Valle de Tena. Los dos primeros años fuimos los cinco. Al pequeño lo dejábamos en la guardería de la estación. El tercero fuimos mis dos hijas y yo con mi hermano y su hijo mayor.
Y así llegamos hasta el viaje a Panticosa del mes pasado. En resumen, he esquiado entre cuarenta y cincuenta días, siempre en sitios de medio pelo. Nunca he estado ni en los Alpes ni en las Montañas Rocosas. Me han dado entre quince y veinte clases. No esquío con la fluidez y la naturalidad de los que han esquiado desde pequeños. El esquí pone de manifiesto como nada las diferencias de origen. Sin embargo esquío suficientemente bien para divertirme, bajo por donde haga falta y nunca me caigo. Esquío como hablo inglés.
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