jueves, 22 de enero de 2009

Exposición sobre Darwin

El domingo fuimos con los niños a ver una exposición sobre Darwin en el Museo de Historia Natural, para celebrar el doscientos aniversario de su nacimiento. No está mal, para ser una exposición sobre un científico decimonónico. El problema es que la importancia y la actualidad de la teoría de la evolución te hacen esperar algo especial, pero la vida de Darwin no da pie a nada más espectacular.

Llama la atención su dedicación absoluta a la recogida de datos. A pesar de insistir en que no sabía nada de botánica, mandó a Inglaterra un ejemplar de cada una de las plantas que encontró en su viaje, secas, aplastadas y pegadas en un papel, como hacíamos de pequeños. En su época de estudiante en Cambridge pertenecía a una asociación dedicada a degustar animales que ningún humano hubiera probado hasta entonces. La exposición explica muy bien que algunos fenómenos que ahora consideramos triviales resultaban profundamente misteriosos antes de la teoría de las especies.

Había muchísima gente. El público en su mayoría eran señores y señoras de cincuenta y tantos años, serios, ilustrados y, supongo yo, ateos militantes. La teoría de la evolución ocupa un lugar central en la concepción del mundo del tipo de persona que tengo en mente. En la introducción a El relojero ciego, Richard Dawkins, el sumo sacerdote del ateismo ilustrado en este país, explica que si no fuera por la teoría de la evolución le parecería inevitable creer en Dios. La apariencia de diseño en los seres vivos requiere una explicación, y aparte de la teoría de la evolución, la única explicación disponible es un ser inteligente. Dawkins y sus seguidores se toman la gestión de su sistema de creencias con una racionalidad estremecedora. Yo no soy así. No puedo ni imaginarme que mi actitud hacia lo divino dependiera de un resultado científico. Esto es lo que dicen muchos creyentes. Lo que no es tan habitual es que lo diga un ateo. Está claro que no valgo para filósofo.

No hay comentarios: