El día de Navidad por la mañana nos fuimos a Zaragoza, a pasar unos días con mi madre y con mi hermano y su familia. También vimos mi padre y a su familia.
Viví en Zaragoza entre los nueve y los dieciocho años. Si se es de donde se hace el bachillerato, yo soy zaragozano. Nos fuimos de Madrid a Zaragoza por el trabajo de mi padre. Además mis padres creían que en ese momento les convenía un cambio de aires. Yo al principio lo pasé muy mal, pero acabé sintiéndome más aragonés que nadie: manifestaciones pro-autonomía, cantautores, el Andalán... incluso fui a clases de fabla aragonesa. "Aragon ye nazion" era una de mis frases favoritas. Ahora de todo eso me queda muy poco.
Vimos la exposición sobre Goya y el mundo moderno. Incluye obras de Goya y de artistas menos conocidos de su época, así como otras más recientes que ilustran la influencia de Goya sobre el arte contemporáneo. El mensaje central parece ser que Goya es una de las fuentes de la irrupción de lo irracional en el arte. Yo no sé si este es el aspecto más importante del valor de Goya como pintor. De todos modos la exposición es interesantísima. Establece conexiones que enriquecen la comprensión de las obras. Si estuviera en un centro turístico más prominente habría largas colas en la puerta.
En la exposición nos juntamos, más o menos por casualidad, con filósofos de Madrid, Barcelona y Valencia, y nos fuimos a comer a Casa Emilio. Casa Emilio fue durante mucho tiempo la base de operaciones de los progresistas de Zaragoza. Eso ahora es historia, pero sus comedores conservan el espíritu de esa época. No es un sitio perfecto. Los camareros pueden ser ariscos, como si sólo se sintieran en la obligación de servir a los clientes de siempre, y la elaboración a veces es mediocre. Para mi el valor de Casa Emilio está en su selección irrepetible de guisos tradicionales sofisticados y exquisitos: perdiz escabechada, estofado de conejo, pepitoria, cardos con almendras, fritada, borraja... Es una tradición culinaria de un valor inmenso, tristemente infravalorada. Por si fuera poco los precios son de risa. Hasta el tinto de la casa, de Daroca, estaba bueno. Si me pillara más cerca comería ahí todos los días. Tengo entendido que una inmobiliaria quiere que se vayan para construir viviendas nuevas. Ojalá no pase nunca.
Una mañana salí con mi hermano a dar una vuelta en bicicleta por los alrededores del Ebro, entre el nuevo Parque del Agua y el azud que han construido río abajo, criticado por los ecologistas. Me parece que las obras para facilitar el acceso a las márgenes del río son lo mejor que se ha hecho en Zaragoza en mucho tiempo.
Otro día mi hermano nos llevó a un bar de tapas fabuloso. Se llama Hermanos Teresa. Está en el Barrio de San José, que es una zona modesta y sin pretensiones. Por fuera y por dentro es el típico bar de barrio. Pero en este entorno tan poco prometedor se esconde una verdadera joya. Sirven una selección de tapas creativas a cuál mejor. Y a pesar de la aglomeración el servicio es excelente, agradable y profesional.
Resulta conmovedor cuando alguien aspira a estándares mucho más altos que los que le vienen impuestos desde fuera. Estos señores podrían ganarse la vida vendiendo pinchos de tortilla de patata revenida y raciones de ensaladilla con mayonesa de bote, pero han decidido deleitarnos con sus croquetas de borraja o sus pinchos de morcilla con salsa de pacharán. Admirable.
El último día nos juntamos con la familia de Barcelona. Mi tía conoció a mi tío en los 60 en Madrid. Ella es madrileña, como toda mi familia. Mi tío estaba en Madrid en las milicias universitarias, pero es de un pueblo del Bajo Aragón, y probablemente estaría allí todavía de no ser por mi tía. Cuando él le propuso a ella casarse, ella dijo que sí, pero que no quería irse a vivir a un pueblo. Así que se fueron a Barcelona, donde mi tío había hecho la carrera y podía establecerse. Allí prosperaron y echaron raices. Yo pasé con ellos muchos veranos de mi infancia y adolescencia. Me gusta verlos.
lunes, 5 de enero de 2009
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