viernes, 9 de enero de 2009

La vida del filósofo

En su autobiografía, Bertrand Russell nos proporciona la siguiente descripción de su actividad filosófica durante un periodo difícil de su carrera intelectual:
Cada mañana me sentaba enfrente de una hoja de papel en blanco. Durante todo el día, con una breve pausa para comer, miraba la hoja en blanco. A menudo cuando llegaba la noche la hoja todavía estaba vacía […] parecía perfectamente posible que el resto de mi vida se consumiera mirando a esa hoja en blanco.
Aunque sé que a muchos os parecerá una broma, es una descripción bastante exacta de gran parte de mi propia actividad laboral. Por supuesto hago muchas otras cosas. Preparo clases, las doy, pongo exámenes, los corrijo, dirijo tesis, las examino, hago informes para revistas y editoriales, voy a alguna que otra reunión… Sin embargo en mi esquema mental todas estas actividades son periféricas, cosas, más o menos agradables, que tengo que hacer a cambio del privilegio de sentarme enfrente de una hoja en blanco y pensar.

¿Pensar en qué? No voy a aburriros con los detalles. Hay una serie de ideas que quiero desarrollar, preguntas que quiero contestar y aparentes contradicciones que quiero resolver. Están todas conectadas unas con otras. No podría delimitarlas de manera definitiva, pero yo siempre sé cuándo estoy pensando en lo que tengo que pensar.

Estas nebulosas conceptuales a veces se solidifican lo suficiente como para permitirme escribir algo. Preferiría que ocurriera más a menudo, pero no soy un escritor. Mi objetivo no es encontrar cosas interesantes que escribir, sino desarrollar mis ideas, contestar mis preguntas y resolver mis contradicciones. Si esta actividad me da algo de que escribir, tanto mejor.

Lo que escribo son ensayos para revistas académicas de filosofía, de unas treinta páginas de extensión. Cuando escribo uno, lo mando a una revista. Normalmente el director de la revista se lo manda a un par de expertos para que den su opinión, y cuando ha recibido estas opiniones decide si publicarlo o no. Estas decisiones son unas de mis mayores fuentes de ansiedad. Siempre estoy esperando el dictamen de alguna revista sobre uno o más de mis ensayos. Es la razón principal por la que miro mi correo electrónico constantemente. La decisión es negativa más a menudo que positiva. Casi siempre que una revista ha aceptado uno de mis ensayos otras lo habían rechazado con anterioridad. Las decisiones negativas me dejan muy mal sabor de boca. Ayer recibí una.

Esperar a que mirar a la hoja en blanco me de algo que escribir, y cuando esto ocurre esperar a que decidan si me lo van a publicar: estos son los dos aspectos más desagradables de mi vida profesional. A veces, cada vez más, me pregunto si me habré equivocado. Quizás fuera más feliz haciendo otra cosa, no sé qué, algo que me diera dinero, prestigio o poder. O quizás, siendo filósofo, debería haber enfocado mi trabajo de otro modo, escribiendo para el mercado. Supongo que la triste realidad es que no me he equivocado en nada, que si hubiera tomado otras decisiones no hubiera llegado más lejos de lo que he llegado, porque no doy más de si. Y haciendo lo que hago como lo hago por lo menos tengo la sensación, sin duda ficticia y un poco ridícula, pero no por ello menos reconfortante, de no haberme vendido.

1 comentario:

Anastasio Álvarez dijo...

La hoja en blanco ha sido siempre una buena metáfora de la vida. La hoja nos la dan, aun a nuestro pesar. Cómo la rellenemos, y con qué, ya es otra cosa, pero merece la pena intentarlo. Luego hay otras hojas, no menos reales que la vida misma, que sirven un poco como justificación de la hoja primera. Lo que lo demás digan de lo que hacemos con una y otras hojas no debe preocupar demasiado (o no debiera) si todo es fruto de un sincero sentir.
Un saludo,
Anastasio y Zalabardo.